Archivo de la etiqueta: Sergio Pitol

www.devaneos.com

Una autobiografía soterrada (Sergio Pitol)

De Sergio Pitol (Puebla, 1933) sólo he leído hasta al momento la traducción que hizo de Las puertas del paraíso. Gran labor la de Pitol, porque creo que si me gustó tanto la novela, fue por lo bien que estaba traducida y captado el espíritu de Jerzy Andrzejewski.

Esta autobiografía es soterrada y mínima -poco más de cien páginas- con varios capítulos, donde Pitol explica las claves del relato, siempre con Chéjov como referente, con sus finales abiertos y como renovador del género, un genero afirma Pitol, el de relato, siempre ninguneado respecto a la novela; Pitol confiesa que en toda novela es clave la estructura, y por supuesto el lenguaje, el cual ha de renovarse, avivarse, de tal manera que de no hacerse, ciertas novelas son parodias de uno mismo y comenta Pitol esos vacíos que deja en sus novelas, a fin de que sea el lector quien los rellene, unos vacíos que no deben en ningún modo propiciar el caos, sino que más bien creo que nos invitan, al leer, a llevar a cabo una lectura activa, pues como Pitol comenta para él escribir, es como la labor de la Penélope homérica, una tarea de construcción y deconstrucción. Comenta que su labor como traductor fue determinante luego para animarse a escribir, pues le permitirá conocer la trastienda de la novela y sus intersticios, todo lo que guarda relación con la estructura de la novela.

Comenta Pitol anécdotas familiares, como esa abuela que se encastillaba mentalmente leyendo a Tolstói.

«Mi abuela fue hasta su muerte una lectora de tiempo completo de novelas del siglo XIX, sobre todo las de Tolstói. Cada vez que la evoco se me aparece sentada, olvidada de todo lo que sucedía en la casa, inclinada en un libro generalmente Anna Karenina, que debió haber leído más de una docena de veces«.

Según Pitol la novela debe potenciar la realidad y lo confía todo a la trama y al lenguaje, siempre teniendo muy presente estas palabras de Conrad.

«La tarea que me he propuesto realizar a través de la palabra escrita, es hacer oír, haces sentir y, sobre todo, hacer ver. Sólo y todo eso«.

Pitol se aplica el cuento, respecto a las palabras de Carlo Emilio Gadda el cual invitaba a desconfiar de cualquier escritor que no desconfiara de su propia labor. Así Pitol considera que no haber publicado unos abominables poemas de juventud fue una decisión acertada, dado que de haberlo hecho es muy posible que se hubiera cargado su carrera de escritor y su pasión lectora. Algo parecido le pasa con el teatro, que le gusta leerlo pero se ve capaz de escribirlo. Así, Pitol se encaminará por el mundo del relato y de la novela, y en algunos capítulos de esta autobiografía y al hilo de las Obras completas que está preparando y que le obliga a releer todas sus novelas, establece cuales son las características comunes en sus novelas y que puntos marcan una transformación o metamorfosis, como su interés por la novela policiaca.

Confiesa Pitol su entusiasmo por Galdós y dice: en su obra descubrí que como en la de Goya, la cotidianidad y el delirio, lo trágico y lo grotesco no tienen porqué ser caras opuestas de una moneda, sino que logran integrar en plenitud una misma entidad.

Muy presente siempre en estas páginas la figura del escritor y diplomático Alfonso Reyes, el cual según Pitol logró “desasnar a varias generaciones de mexicanos” y de Borges, ese padre tutelar de un buen número de escritores de todas las generaciones y también los viajes, con un Pitol portátil que abandona Méjico a los 28 años y regresa a su tierra en contadas ocasiones, un Pitol que reside en un sinfín de países, si bien lo que nos deja en estas páginas, no es todo lo que ha visto como embajador, agregado cultural, viajero o turista, sino esos momentos en los que las circunstancias le permitieron tener tiempo libre que consagrar a la lectura y a la escritura. Un Pitol nómada que dice que cuando se sienta a escribir no es mejicano, dado que la patria de todo escritor es el lenguaje.

En la entrevista que cierra el libro afirma Pitol que de los autores más recientes, aquellos que cree que van camino de pasar a la posteridad son: Thomas Bernhard, John Banville, Ford Madox Ford, Antonio Tabucchi, Andrzej Kusniewicz, Bolaño, Piglia, Aira, Saer, E. M. Foster, Faulkner, Bellow

Más que soterrada, esta autobiografía de Sergio Pitol me ha resultado escasa. Querría que se hubiera extendido más.

Anagrama. 2011. 140 páginas.

978-84-8191-634-8[1]

Las puertas del paraíso (Jerzy Andrzejewski)

Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca, dijo Borges. En ella estarían los libros que nos han gustado. Aquellos que volveríamos a (re)leer una y otra vez. Ahí pondría yo, bien a la vista, Las puertas del paraíso de Jerzy Andrzejewski (1909-1983). Leerlo es quedar inmerso en un libro inmenso, de menos de cien páginas, traducido, en esta edición de Pre-Textos, por Sergio Pitol. No sé si tiene algo que ver que el traductor se enamore del libro que va a traducir y si este sentimiento de afecto acarrea su efecto, positivo se entiende. El caso es que la prosa de Jerzy, por obra de Sergio Pitol resulta hipnotizante, subyugante, voluptuosa. El hecho de que la novela solo tenga dos frases, una de ellas de más de 40.000 palabras, pasa apenas inadvertido –y en todo caso funciona bien como titular, pero no es mi mucho menos lo más relevante de esta estupenda novela- porque cuando te pones a leer, el hecho de que no haya puntos es lo de menos, y es tal la maestría de Jerzy al ir ensamblando los diálogos dentro del texto, es tal su claridad y su estilo, al ir poblando este vía crucis de voces que cuentan y se confiesan (y se contradicen, mienten y remiendan) y son absueltas –la novela es una profunda reflexión sobre la fe, la existencia de Dios, el deseo, la esperanza, el amor como motor de la humanidad, el sufrimiento como sombra de ese amor (como yugo), un amor que nos colma y nos vacía, un amor que es prisa y espera, deseo y conquista, posesión y desgarro; las relaciones humanas que dan brillo y sustancia a nuestras existencias- que en lo que menos repara uno es en la estructura de la novela (que como decía Adolfo Ortega, viene a ser como un andamio que permite sostener la novela, pero que luego se quita, y la novela permanece en pie), sino en lo que esta contiene. Si uno piensa que en tan pocas páginas la palabra Fin estará ahí mismo, según levantemos la mirada, nada más lejos de la realidad, porque este libro, no avanza, sino que echa raíces, no se desplaza, sino que se hunde, y nos hunde a nosotros en una historia (basada en otra real, que dejó más de 30.000 niños muertos por el camino y sobre la que Marcel Schwob escribiría en 1896, La cruzada de los niños) si se quiere bíblica, la de un éxodo, la de una peregrinación de niños, almas puras que van hacia Jerusalén, como una metáfora de la pureza, de la lucha contra la sinrazón, de cómo la pureza puede vencer a la barbarie, en teoría. Todo ello porque un lugareño, un tal Santiago, allá por el siglo XII, en un pueblo francés ha recibido la buena nueva, que les pondrá a todos ellos en camino, hacia Jerusalén, para sustraerla de las impías manos turcas. Jerzy compone escenas muy poderosas con muy pocas palabras. Cuando Roberto, uno de los peregrinos, deje su hogar, su padre, ahorrándole los sermones, las palabras vacuas, simplemente lo mira, lo encuadra, fija en él su mirada, roto por dentro pone su mano en el hombro de su vástago y dice: Roberto. Entonces su hijo se gira y se marcha. No hace falta más.
Jerzy hace alquimia con las palabras, crea una atmósfera donde leer es soñar y despertar un mal trago.