Mark Adams
2013
Editorial Xplora
351 páginas
XPLORA es una editorial valenciana independiente formada por un grupo de amantes de los viajes, el deporte, la montaña y los libros, que comenzó su andadura el año pasado, que tiene si no me equivoco seis libros ya en su catálogo. Uno de ellos es el del americano Mark Adams, titulado Dirección Machu Picchu.
Si hay libros que crean la ilusión en el lector de que somos más inteligentes, hay otros libros, como el presente que nos hacen parecer menos espabilados de lo que somos y corren el riesgo de alienarnos. Mark Adams no es Patrick Leigh Fermor. Una página de El tiempo de los regalos o de Maní, le da mil vueltas a las 351 páginas de este libro, que a pesar de lo que diga National Geographic, en su portada, a mi parecer, ni es divertido ni es inteligente.
Mark Adams es editor de una revista de viajes. Cansado de ver los toros desde la barrera, tras empaparse de la historia de Bingham III, y dado que en 2011 se cumplían 100 años del descubrimiento de Machu Picchu por Bingham, Mark, decide coger su maleta, despedirse de su mujer y de sus tres hijos por unas semanas, y hacer el mismo recorrido que 100 años antes hizo Bingham.
Hay en la blogosfera bitácoras de viajes estupendas, infinitamente más divertidas y apasionantes que la historia que despacha Mark, que apenas daría para un artículo de una docena de páginas en cualquier revista de medio pelo. No sé por qué razón, algo anecdótico, consigue materializarse de tal manera, que acaba convertido nada menos que un (mal) libro.
Mark se traslada a Perú. Contrata a John, australiano, curtido en mil batallas, que le hará de guía, y cuyas batallitas, son lo poco interesante del libro. De hecho, un libro escrito por John tendría mucha más gracia que el de Mark, ya que éste es tan negado escribiendo, que cuando se pone en plan chistoso resulta repelente. Casi todas las metáforas que emplea son locales, así que los lectores europeos (si es que alguien más, además de un servidor, ha leído este libro) no creo que captemos la sutileza de comparar una montaña andina con un Walmart, aunque al final hace alguna concesión y así, tenemos esa estampa visual en la que una trocha frondosa se asemeja en su sube y baja a un índice bursátil, a la baja, camino del colapso. En fin. Ejem.
Lo mejor del libro es cuando Mark parafrasea a Bingham, y podemos leer algo de lo que este escribió cien años atrás. Eso, sumado a las anécdotas de John, algo de barniz histórico donde aparecen por ahí un puñado de extremeños sádicos (Cortés, Pizarro..), ciudades perdidas entre la fronda selvática, huesos de presuntas vírgenes y unas cuantas reflexiones de saldo sobre temas varios, Indiana Jones incluído, dan como resultado un libro cuya dispersión y escaso mordiente, aburren a más no poder.
Si Binghman «descubrió» o no Machu Picchu, al final, es una excusa para publicar este libro y hablar de Binghman, cuyas conclusiones, las de Mark, hubieran tenido cabida en un par de párrafos postreros, en el artículo antes citado. Además, para Mark parece que lo más trascendente del asunto es dejar al lector con la duda de si bajo el sombrero de John, se esconde una melena o una bola de billar como cráneo, pero amigos, para salir de dudas, hay que hacer este vía crucis y leerse el libro, que es tan penoso (es un suponer) como hacerse de rodillas el Camino Inca. Después de leerme algo así, y haber sufrido tanto, me queda la duda de si soy un turista o un aventurero, en el mundo de las letras viajeras.
Hubiera estado bien que el libro incorporara fotos, bien de Bingham, en blanco y negro, o de Mark, pues la prosa de Mark es tan pobre y blanda, que a duras penas uno consigue visualizar lo que éste entiende por ejemplo por sublime.
A modo de despedida, y para no extenderme más con un libro que no lo vale, dejo algún párrafo que permite entender a qué me refiero cuando digo que la prosa de Mark es pobre
«comimos barritas energéticas de quinua y vimos pasar por el desfile por debajo de nosotros: jubilados estadounidenses con camiseta a juego; hombres hablando español con chaqueta y corbatón: turistas japoneses avanzando en silencio y en fila india, cada uno llevando una bolsa de Prada; cinco estupendas mujeres vestidas como en los años 70, caminando en grupo unidas y parando con frecuencia para rellenar con hierba los huecos entre las piedras, susurrando conjuros al mismo tiempo. Una pareja universitaria, con sonrisa nerviosa y pupilas dilatadas, intentando mirar en todas las direcciones a la vez. Cuatro excursionistas, llegados de Camino Inca, hablando alemán. Uno de ellos llevaba una gorra de ciclista multicolor, un chaleco sin mangas, de vinilo color rojo desabrochado hasta el ombligo y pantalones cortos de azul satinado. El padre Calancha se hubiese cagado encima». (página 217)
En Manhattan había oído suficientes conversaciones pretenciosas sobre finanzas para saber qué esperar mientras ascendía la pequeña colina que conducía nuevamente al patio de la escuela. Y efectivamente, allí estaba: Mr. Super Deluxe Travel Guy. Reconocí sus botas, eran las más caras que había; el dependiente de una tienda deportiva cercana a mi casa me había recomendado comprarlas únicamente en el caso de que fuese a intentar subir el Everest. Sin oxígeno suplementario. El americano estaba gritando por su teléfono móvil mientras caminaba tratando de encontrar el punto con mayor cobertura» (página 192)
Después de semanas de conversaciones centradas en rocas, mulas, movimientos intestinales y la tendencia ocasional de las mulas a hacer deposiciones como rocas, unos pocos minutos de charla urbana y adulta, era como deslizarse en una bañera de agua caliente con el New York Times del domingo. Katie y yo hablamos sobre libros en los que nadie moría de frío o se caía en una grieta. Hablamos sobre países que ambos habíamos visitados, restaurantes en los que los dos habíamos comido, y sobre películas que ella había visto y yo esperaba ver algún día cuando mis hijos se fuesen a la universidad y tuviera de nuevo la ocasión de quedarme más de las ocho y media de la noche.(página 194)