Esta espléndida obra teatral la escribió Arthur Miller (1915-2005) en 1949. Leída hoy resulta muy actual, pues todos los temas que se tratan siguen muy vigentes.
El título ya nos da una pista. El viajante, Willy, muere, y lo hace cumplidos los sesenta, cuando después de dejarse toda la vida en la carretera, una vez que le han sacado toda la pulpa, se siente como el hueso de una aceituna que acaba en el suelo de cualquier bar, esperando a ser pisado.
Willy tiene dos hijos en los cuales tenía puestas muchas esperanzas, pero que la realidad desbarata. Uno es un mujeriego y el otro un holgazán. Willy no ha hecho carrera con ninguno de los dos y esto lo trae por el camino de la amargura.
Willy quiere a su esposa Linda, pero no tiene reparo en serle infiel en sus estancias fuera del hogar.
Willy se siente asfixiado, ninguneado, orillado y solo se le ocurre una idea peregrina para arreglar las cosas.
Arthur Miller mantiene el climax desde el principio hasta el frenesí final, cuando todo aquello que está latente vaya aflorando, a medida que todos los miembros de la familia se quiten las máscaras, y surjan los reproches, las acusaciones, las mentiras, las verdades ocultas, y Willy constate que el desajuste entre sus sueños de juventud y la realidad adulta, a veces es tan acusado y tan mortificante, que parece que solo la muerte obrará el milagro de devolverle la paz.
En 1949 el sistema capitalista ya era lo que es hoy: una máquina de picar carne humana.
Miller nos obliga a pensar sobre lo que entendemos por dignidad -sobre las circunstancias que obligan a un tipo corriente a pensar en el suicidio como una solución para mejorar las cosas-, y su hijo Biff, con su espíritu idealista y tarambana, negándose a ser una pieza intercambiable más del sistema, esencia ese espíritu inconformista que sin saber lo que quiere, sabe muy bien lo que no quiere, aquello de lo que -aunque tenga todas las de perder- no quiere formar parte.
Círculo de lectores. 170 páginas. Traducción de Jordi Fibla. 2002