En este extenso libro de viajes de Ana Capsir -440 páginas- publicado por Ediciones Casiopea he echado en falta unos cuantos mapas, para poder situar en el papel las distintas travesías de la escritora por las múltiples islas griegas que va recorriendo con su velero, también algunas fotografías que ilustraran y complementaran lo leído.
¿A quién no le gustaría recorrer y perderse durante meses por las islas griegas a lomos de un velero?
Lo interesante de la propuesta es que la perspectiva de nuestro viaje cambia si llegamos y visitamos un lugar en coche, desde el aire, o haciéndolo desde el mar, que es la manera en la que Ana arriba a cada una de las islas que visita (algunas minúsculas de apenas cuatro kilómetros de largo), con el margen de maniobra y libertad que ello implica, si bien no he sentido en ningún momento en estas páginas náuticas el latido conradiano.
Grecia tiene hoy para muchos, entre los que me incluyo, un fuerte componente romántico y estético, vinculado a la mitología griega, a las narraciones de los que han visitado Grecia (tengo ahora entre manos los Instantes griegos de Hoffmansthal) y decidieron quedarse allá, como aquellos Peregrinos de la belleza que recogía María Belmonte en su estupendo libro. Si uno tiene además en mente las páginas que ha leído sobre Grecia escritas por Patrick Leigh Fermor, en libros como Maní o Roumeli -que la autora también cita- acusará un abismo insalvable, por muchas ganas que uno le ponga, entre la erudición de Fermor y las narraciones de Ana, que caen de lado de lo anecdótico, lo prosaico y lo sin brillo. Cuando la autora habla de los lugareños, sus costumbres, tratando de tomarle el pulso al espíritu griego, su resiliencia ante el corralito financiero y la crisis que les azota, o hace mención a la mitología (convendría al citar la Odisea, a Stendhal, a Kazantzakis o poemas como Esperando a los bárbaros de Kavafis hacer mención tanto a la edición del libro que maneja, como al nombre del traductor) o a la historia, lo leído resulta algo más interesante.
En el periplo de Ana hay una constante y es constatar cómo el turismo se ha convertido hoy en un veneno en Grecia y en casi todos los rincones del planeta (la película griega Suntan, por citar una, registra muy bien esta realidad), tal que es prácticamente imposible encontrar rincones vírgenes que no hayan sido hoy ya manoseados por el turismo de masas, touroperadores, cruceros, ferries, franquicias y un cospomolitismo de chichinabo, de tal manera que hacia donde uno se encamine, encontrará las mismas cosas, porque lo que tiene de malo el turismo es que homogeneiza todo, rasgando el sutil tejido de la diferencia, y a miles de kilómetros de tu casa acabas haciendo lo mismo que en tu país, cambiando únicamente el escenario: aquí la luz y las playas del Egeo o del Mar Jónico.
Ya en 1995 Argullol nos advertía:
Esta experiencia del viaje es la que está amenazada por la masificación y banalización del viaje a través del turismo de masas. A este respecto, del mismo que hablamos de contaminación ambiental, urbanística o acústica, como enemigos de nuestro entorno, deberíamos empezar a hablar de contaminación turística, forma totalitaria del ocio que, al destruir implacablemente el campo de acción vital del viajero, destruye asimismo la posibilidad de una de las experiencias simbólicas fundamentales del hombre. En este sentido la tiranía embrutecedora del turismo de masas, el cerco al viajero, es un peligroso saqueo del reino del deseo.
Los veinte años que Ana Capsir lleva surcando las islas griegas -los mismos que tardó Odiseo en regresar a Ítaca- y las experiencias derivadas de los mismos las plasma en este libro de viajes y aventuras, en mi opinión, y para decirlo con Steiner, no es éste uno de esos libros que nos asedian, asaltan y ocupan las fortalezas de nuestra conciencia, que ejercen un extraño, contundente señorío sobre nuestra imaginación y nuestros deseos, sobre nuestras ambiciones y nuestros sueños más secretos, pues remontarse a párrafos como este: Yo «amo a mi mecánico» tal y como «mi mamá me mima». Muy poca gente puede decir alto y claro esta onomatopeya tan infantil como mentirosa. Ni nadie nos mima a estas alturas, ni es posible tener un profundo aprecio por nuestro mecánico, verdaderamente, o tener que lidiar con unas cuantas erratas como: Páris, doctor Livingston, la sensación de que te pueden suceden cosas, no apreciar le belleza de, ¿has visto la bandera qué hemos pintado…? etc, convierten la lectura, por mucho ánimo y disposición que uno le ponga, en una Odisea sin Ítaca.