La lectura de Los lanzallamas, completaría el díptico que forma junto a Los siete locos.
Esta es la primera novela que leo de Roberto Arlt (1900-1942), y su estilo me ha subyugado. Escribió Los siete locos con 29 años, y Los lanzallamas, un par de años más tarde.
Artl gusta de arrastrar a sus personajes por el barro, no hay término medio, y todo resulta llevado al límite, ya sea de la brutalidad, del patetismo o del absurdo.
El principal protagonista es Erdosain, el Inventor –de rosas de cobre, entre otras cosas-, que debe reponer un dinero que ha afanado en su trabajo. De una manera un tanto inopinada se encuentra junto a otros personajes, a cual más estrafalario, cometiendo un secuestro, agravado con una ejecución sumaria, y unos planes de cambiar el orden mundial que resultan ser una chaladura. Junto a Erdosain tenemos al Astrólogo, al Buscador de Oro, al Mayor…
El meollo de la novela es cómo se explicita la paranoia que los aboca a un plan delirante, cuya carne de cañón serían los Literatos de mostrador, los inventores de barrio, los profetas de parroquia, los políticos de café y los filósofos de centros recreativos; buscando como materia prima de su plan infernal a los desencantados a los que a través del reconocimiento y el elogio se les ganaría para la causa. Para llevar a cabo sus planes contarían con el oro –que encontrarían en minas a raudales- y las ganancias que les arrojarían una cadena de lupanares por todo el país. El orden se mantendría usando al ejército. Se crearía una sociedad secreta que actuaría mediante atentados, creando estos en el país una ansia de revolución, de bolcheviquismo, y luego cuando el gobierno se mostrase incapaz de poner freno a los actos terroristas, el Ejército del Mayor, tomaría el mando, pasando la Administración del estado a manos de los militares. Sin tener en cuenta para nada a la clase política, dado que «Para gobernar un pueblo no se necesitan más aptitudes que las de un capataz de estancia».
Una revolución que prendería ante la falta de ideales; la mentira como espoleta de la indolencia, de la inanidad, unos líderes, Erdosain y los suyos, poco más que unos charlatanes, unos falsarios.
Un delirio que anida en la contradicción mental, tal que cuando esa panda de tarados hablan acerca de sus planes y sueños de grandeza, hablan de locura posible, de Monstruo Inocente, donde Erdosain aportaría su grano de arena con sus bacilos y viruses, convertidos casi en plaga bíblica.
Lo interesante del libro es ver qué sucede antes de cometer un crimen, qué pensamientos corroen –o no- a quien los van a llevar a cabo, y así Erdosain, antes de matar, o ser cómplice de una muerte, está decidido a suicidarse –al igual que Alexei ante Polina- si la Coja se lo pidiera; una muerte, un suicidio que resultaría liberador, toda vez que el acto de matar, atiende más a superar cierto hastío vital, cierto horizonte grisáceo, que necesita de un estímulo, algo brutal y grotesco capaz de sacar a Erdosain y a sus muchachos de su parálisis, de su inanidad.
Arlt emplea una prosa densa, concentrada, saturada, como si las palabras resultaran lastradas por su propio significado, lo cual le va al pelo a una historia como es esta: sórdida, delirante, enfermiza.
Arlt no le hace ascos al humor –negro en su mayoría- que impregna la narración; un humor fabulador, una rendija donde respirar un aire mítico que depure tanta mezquindad e ignominia.
Días hubo en que se imaginó un encuentro sensacional, algún hombre que le hablara de las selvas y tuviera en su casa un león domesticado. Su abrazo sería infatigable y ella lo amaría como una esclava; entonces encontraría placer en depilarse por él los sobacos y pintarse los senos. Disfrazada de muchacho recorría con él las ruinas donde duermen las escolopendras y los pueblos donde los negros tienen sus cabañas en la horqueta de los árboles. Pero en ninguna parte había encontrado leones, sino perros pulguientos, y los caballeros más aventureros eran cruzados del tenedor y místicos de la olla. Se apartó con asco de estas vidas estúpidas.
Y tampoco le hace ascos al amor, que brota como una imposibilidad, cuando Erdosain en el regazo de la Coja se confiesa, una Coja que ya de joven buscaba la Mala Vida en los libros –donde solo encontraba pornografía- sin encontrarla. Una coja que divide a los hombres entre: Los débiles, inteligentes e inútiles y los otros, brutos y aburridos. Una coja que fantasea con un conquistador con un tirano que la arrebate de sí misma.
Ese nuevo orden mundial enunciado allá por 1929, y que luego se vería materializado en todo su esplendor con dictaduras, la segunda guerra mundial y el advenimiento de los regímenes totalitarios.
En resumen, que me ha parecido una novela espléndida y que tengo que leer Los lanzallamas lo antes posible.
Como curiosidad comentar que creía que el orvallo era sólo asturiano, pero leo que en Buenos Aires también orvallaba. En los dos últimos libros que he leído, este y La esposa joven, se menta a Don Quijote.
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