Archivo del Autor: Francisco H. González

Término (Javier Sáez de Ibarra)

Antes de aventurarme por los latifundios de la prosa de la novela de Javier, recurro a sus relatos previos (del libro El lector de Spinoza), minifundios fértiles, como bien se lee.

TÉRMINO

Mi hijo se ha perdido esta mañana.
Busco en el diccionario pérdida: privación de lo que se poseía, daño, menoscabo.
Habíamos bajado a la playa a bañarnos y tomar el sol. Hacía un día espléndido, reventaba de gente. Ocupamos un hueco cerca del agua para jugar con la arena húmeda. Yo le hice un castillo que él me pisoteó. Después jugamos a correr y perseguirnos hasta cansarnos. Su madre dijo que no lo alborotase.
Busco en el diccionario alboroto: griterío o estrépito, también inquietud.
Lo tengo delante sentadito en la toalla, con la cabeza levantada y achinando los ojos, su gorrito azul marino y el tostadito que ya está tomando en la piel. Estaba disfrutando mucho. Le enseñaba las olas, la arena, los pies, las gaviotas, el mar. Él me repetía exactamente las palabras.
Su madre leía y yo buscaba palitos para él, le traía alguna concha o alguna piedra llamativa; se los echaba en el cerquito de sus piernas para que se estuviera quieto y no saliera de la sombrilla.
Su madre nos miraba por detrás de las gafas oscuras y le dirigía una sonrisa blanca, le corregía la posición del gorro, le arrojaba un juguete. Él le mostraba algo o se lo llevaba; después volvía a sentarse, se dirigía a mí.
Busco en el diccionario la palabra juego: diversión, lucha, movimiento resultante de una unión.
La policía guardacostas lo ha buscado por todas partes. Nosotros nos rompimos los pies caminando y preguntando a todo el mundo. Esta tarde han utilizado una pareja de submarinistas y una lancha, aunque dicen que no es necesario ir muy lejos. La gente colaboraba; se acercaban a nosotros cuando dieron aviso por los altavoces: los años, el bañador rojo; se veía que también permanecían vigilantes.
Mi mujer dice que estaba boca abajo dormida, que habíamos quedado en que yo lo cuidaba. Miro la playa y veo tantos colores crispados por el sol, el laberinto inmediato de la gente sin espacio para moverse o para irse; después iban haciendo huecos, yo pensaba en quién faltaba y no consigo recordarlo.
Miro falta.
Se fue despejando pero no había nada; miraba la arena en su lugar. Nos preguntaron al lado de quién estábamos, si sentimos algún movimiento sospechoso. Me parecía que el niño se había ido solo, por sí mismo, y como si la playa misma se lo hubiese llevado.
Miro paisaje: terreno considerado en su aspecto artístico.
Han dicho que esperemos. Tienen su foto, se puede hacer algún tipo de averiguaciones. Que estemos tranquilos.
Parecería un juego si hubiese más oportunidades, pero así es imposible. Los deseos de uno no valen nada.
Busco valer: significa utilidad, y amparo.
Está todo tan ordenado en estas páginas. Es cada palabra explicada con tanta precisión, hasta el detalle; como si se pudiera encontrar aquí la claridad del acontecimiento.
El niño todavía podría aparecer en el agua. O, si no, deberán abrir otras pistas de investigación.
Al final no tengo más remedio que preguntarlo: durante cuántos días buscan.
El policía sopla, araña la mesa, busca una palabra.

Nada es crucial (Pablo Gutiérrez)

Nada es crucial (Pablo Gutiérrez)

Hace unos días leí Cabezas cortadas (2018) para ponerme a tono con la prosa de Pablo Gutiérrez. Releí también lo que había escrito sobre otras dos novelas suyas: Rosas, restos de alas (2008) y Democracia (2015). Ayer acabé Nada es crucial, publicada hace diez años y reeditada ahora por La Navaja Suiza con prólogo de Isaac Rosa.

Me queda claro que Pablo ha construido ya un universo propio (aún no he leído Los libros repentinos ni Ensimismada correspondencia), con personajes sólidos y una prosa chispeante, de esas que te suelta latigazos a medida que lees. A Pablo le interesa la gente corriente, lo mondo y lirondo, eso que dista mucho del éxito que nos venden, de la dicha escrita con letras de oro, de la falsa fama que no es otra cosa que un diente de león bajo la lluvia, algo mucho más normal, más nuestro, próximo al fracaso, la soledad, la comezón, los jugos gástricos rumiando un presente a menudo hostil, el polvo en las rodillas, el polvo a medio echar, el polvo con consecuencias, la jeringuilla en los brazos de aquellos yonkis de los ochenta con hijos pero sin hijos, la religión y su palabra ramificándose por la sociedad por boca del Señor Alto y Locuaz con los neocristianos salvadores de niños desamparados como Lecu, un superhéroe de extrarradio, un Sísifo para el que la piedra va por dentro, que mandará ya manumitido mensajes al vacío exterior, morse mediante, para obtener no el auxilio del salvador que bien podría ser cualquier superhéroe de la Marvel, sino de otra heroína, y así se trenzan los destinos y el mundo avanza a trompicones: MundoLecuMagui, Magui que vivía entre vacas con un padre inexistente y una madre a la que le lavan el cerebro a quien se le ocurre la peregrina idea de hacer lo que le plazca, en compañía de un hombre, un pionero, un indio, un indiano, un retornado, otro zumbado como ella, pareja que da la espalda a la papilla de la realidad que han ingerido siempre, hasta que Magui deja el pueblo y se muda a Ciudad Mediana a estudiar, convivir, follar; Y todo este entramado lo va manejando Pablo con endiablada soltura, no hay capítulos, sino los lindes que marcan las letras en negrita que nos sumergen en otras vidas, cogiéndonos del cuello y metiendo nuestras cabezas en el barreño hasta que el aire escasea.

Pablo alumbrado el 78 del siglo pasado describe muy bien ese mundo que en mayor o menor medida los que somos de esa generación hemos conocido, con una prosa que se torna cámara, viñeta de cómic, pensamiento-zumbido, una prosa en cascada, torrencial, que me trae en mientes Los príncipes valientes de Andújar y la más reciente Sur de Antonio Soler. Una terna fantástica.

Si en una novela de Gopegui el anhelo de uno de los personajes pasaba por esconderse en un agujero, Lecu hace lo propio en una rendija en la pared, guarida, topera, bajo, en la que uno puede desaparecer sin dejar rastro, emparedado, ya sólo argamasa, pero aquí no se trata de salvar a nadie, nada de salvación, pecado, culpa, nada de todo eso, a la mierda esa faramalla de castigo-recompensa, pecado-redención, Lecu es piedra, puro pedernal, indestructible, mientras el cuerpo resista, y resurja de sus cenizas merced a una caricia, un seno caliente, un regazo cauterizador, toda esa vida bullente, al margen de la siemprencendida, que tan bien describe Pablo Gutiérrez con su prosa divergente.

Nada es crucial. Cierto. También lo es que unos libros nos son más necesarios que otros. Y no miro a nadie.

La Navaja Suiza. 2020. Prólogo de Isaac Rosa. 240 páginas

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Correo literario (Wislawa Szymborska)

Con un blog literario entre manos en alguna ocasión he recibido la proposición de leer algunos libros. En estos quince años la cosa ha ido extraordinariamente bien pero ha habido algún caso de algún escritor que se ha mosqueado al no apreciar en mi reseña los elogios de los que se sentía acreedor e incluso ha llegado a pensar, con firme determinación, que mi humilde opinión podía llegar a hundir o lastrar una carrera literaria, cuando este blog no lo sigue ni Dios, tiene menos proyección que un cinexin (como afirman una editorial riojana para sí), ni siquiera hay contador de visitas ni de seguidores y mi opinión, como todas, es sencillamente una opinión más. El problema les surge a estos escritores cuando un libro lo leen unas pocas docenas de personas y sólo se toman la molestia de reseñarlo, en el mejor de los casos, cuatro o cinco personas (yo uno de ellos; el que no haya más personas que quieran leer su libro y reseñarlo es evidente que no es competencia mía) y la reseña no se acomoda a las pretensiones de su autor.

Este libro de Szymborksa (con traducción de Abel Murcia y Katarzyna Moloniewicz) es muy oportuno porque recoge un sinfín de contestaciones, en las que prima el humor, que como responsable del Correo literario, Szymborska daba a los aspirantes a ver publicados sus poemas, bajándoles los humos y sofocando su vanidad. Prima la ironía y las contestaciones son tronchantes. Sabe Szymborksa, que los escritores, ella lo era, tienen a menudo el ego desmedido y parece que todo debe girar en torno suyo, a su trabajo, a su obra, y siempre esperan el reconocimiento en todo lo que hacen, y muchos de ellos ni aceptan las sugerencias ni las críticas ni algo tan fácil de entender como que lo que han escrito a veces no vale un pimiento.
Lean a Szymborska y se echarán unas risas con estas páginas en las que brilla una inteligencia que se manifiesta claramente en esta pequeña selección de fragmentos cuya lectura he disfrutado mucho.

La verdadera literatura empieza realmente cuando los personajes vivos intrigan más que un misterioso cadáver.

El realismo no consiste en emplear un esquema trillado en miles de sketches. Todo lo contrario, se llega a él precisamente cuando se acaba el esquema y las personas que entran en acción empiezan a pensar y a sentir a semejanza, más o menos, de las personas de verdad.

El talento literario no es un fenómeno de masas.

Sí, sí, así es, las musas son amorales y caprichosas. A veces están del lado de la futilidad.

Se habla de «escritores malogrados», pero nunca de «lectores malogrados». Existen, por supuesto, montones de lectores fallidos —está claro que no le vemos a usted entre ellos—, pero no parece que tengan que pagar por ello, y sin embargo, si alguien escribe y no acaba de salirle del todo bien, la gente se pasa el tiempo suspirando y haciendo todo tipo de extraños guiños a su alrededor.

Sin embargo, no somos partidarios de proponerle lecturas, por así decirlo, «adecuadas». Tendría sentido si el jovenzuelo no mostrara ninguna afición por las letras y tuviera la intención de convertirse en uno de esos técnicos brutos. En este caso, ese riesgo no existe en absoluto. Que se busque libros por su cuenta (de hecho, ya lo hace), que aprenda a elegir por sí mismo, y si se interesa por algún libro demasiado difícil para su edad, no se preocupe, léalo usted también a hurtadillas para tener argumentos cuando haya que hablar del tema. Porque hablar de libros es algo necesario.

Así, en líneas generales, parece que se mete usted en unos problemas fuera de lugar en los inicios. Primero, debería preocuparse por saber si tiene algo que decir. Desde ese punto de vista, sus poemas son un desierto y eso ningún truco formal lo puede ocultar. «Quiero ser poeta». Ja, de nuevo empieza usted por el final. Preferimos claramente a los que simplemente «quieren escribir». Lo que pasa es que eso es algo muy serio.

Recuerde una cosa, por favor: el autor tiene que ser un espía de sus personajes de ficción, escuchar detrás de la puerta, observarlos a escondidas cuando están solos, abrir sus cartas e intentar saber sobre qué temas callan.

Somos partidarios del viejo principio de que el escritor tendría que saber de sus personajes algo más que ellos mismos. O, como mínimo, lo mismo. Eso sí, nunca menos. ¿Cómo explicar la decisión de Marek de dejar de golpe y porrazo su trabajo en la fábrica? En el relato no hay ninguna justificación de ese hecho, y eso a pesar de que se trata de un punto de inflexión en la vida del protagonista que resultará decisivo en el futuro. Hasta los más pequeños actos de una persona tienen un sinfín de motivos. Un autor debería aspirar a descubrir esos motivos, crear una especie de jerarquía según el grado de importancia, y, muy a menudo, sacar a relucir motivos que hasta ese momento habían pasado desapercibidos. La pregunta «¿por qué?» es la pregunta más importante en el idioma terrestre, y muy probablemente también en los idiomas de cualquier otra galaxia. El escritor tiene que conocerla y tiene que saber hacer uso de ella. Para empezar, intente usted enterarse de alguna cosa más de ese Marek suyo.

El tema es lo más fácil, y por sí mismo no tiene ningún valor literario. Empieza a tenerlo cuando se enmarca en una realidad psicológica y social, cuando aparece documentado por la observación y la experiencia del autor.

Si alguien bebe, lo hace entre un verso y otro. Es la cruda realidad. Además, si el alcohol fuera coautor de la gran poesía, uno de cada tres ciudadanos de nuestro país sería al menos un Horacio. Y así, nos hemos visto obligados a derribar un mito más. Esperamos que logre salir de esas ruinas sano y salvo.