Archivo del Autor: Francisco H. González

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La mortaja (Miguel Delibes)

Despido el año en el centenario del nacimiento de Miguel Delibes con la lectura de La mortaja, que recoge nueve relatos suyos escritos entre 1948 y 1963. Visto como un todo podemos entender el libro como una especie de narración de Las edades del hombre. Relatos en los que los protagonistas son niños, como en el caso de La mortaja o El conejo. Un mundo infantil duro, tocado por la muerte, como le sucede al protagonista de La mortaja, El Senderines, niño que al morir su padre, solo en el mundo, ha de contar con los servicios de otro hombre, codicioso, que valiéndose de la situación del moete le echará un cable, no en balde, con el fin de poder vestir al desnudo difunto antes de ser enterrado, y ofrecer de paso al niño algo de compañía en semejante trance luctuoso.
En El conejo un niño recibe un conejo como mascota y sus malos cuidados acaban con la vida de la misma a los pocos días.
Ya como adultos tenemos a los cazadores, habitual la cinegética en la obra de Delibes, y de nuevo otra muerte, la de una perra, en La perra, cuando dos cazadores van de caza y aviene un accidente que no parece tal. Pues siempre parece haber cuentas pendientes. En El amor propio de Juanito Osuna, de nuevo la caza, los dimes y diretes, las habladurías, las inquinas, entre el cazador que narra y el Osuna de marras, un niño bien pagado de sí mismo, fanfarrón, buen cazador y acreedor de las envidias de sus compañeros de cacerías.
La fe, parece la responsable de que una mujer convaleciente en el hospital sane de repente, en plena Semana Santa, recuperación auspiciada por la virgen, se entiende.
Navidad sin ambiente es un relato muy oportuno en estas fechas. Llega un momento en nuestras vidas en que las navidades sirven para reunir a familiares que dirigen la mirada hacia los que ya no están, dando así forma y presencia a la ausencia de los mismos. Antes de las redes sociales existían las cartas o los radioaficionados. En El patio de vecindad un hombre mayor, radioaficionado, entabla amistad con una mujer cubana, de origen español. El día a día, la ganancia en confianza e intimidad, el tiempo compartido y consumido en las ondas, hace que la presencia oral de esta mujer le resulte a nuestro hombre ineludible. Hasta que un día se entera de que su escuchante ha muerto. Y a ese patio de luces de vecindad, aviene el apagón, la esperanza ultrajada.
En El sol, brilla la esperanza, espejea el deseo y la protagonista es una mujer cuyo color de piel, no precisamente obtenido en una piscina o playa, sino a pie de carretera, es la envidia de los circunstantes.

Relatos lo de La mortaja en los que Delibes exhibe su vena más realista, un buen manejo del lenguaje: giros, frases hechas, refranes y un empeño por exprimir el tesauro rural, ofreciendo un buen número de palabras ya arrumbadas por el lenguaje medianero hoy imperante. Diálogos que son como abrir la ventana y escuchar hablar a los vecinos, los de hace siete décadas. El manejo de temas presentes como la perdida de la inocencia, la muerte, la esperanza, la envidia, la fe, la ausencia o el deseo son universales y atemporales. Y por tanto eficaces.

La sangre de la aurora (Claudia Salazar Jiménez)

La sangre de la aurora (Claudia Salazar Jiménez)

La sangre de la aurora
Claudia Salazar Jiménez
Año de publicación: 2020
127 páginas

La violencia, la sangre, el terror. Vivir abajo era una fabulosa novela sobre el circo de los horrores, subterráneo, reguero de cárceles en las que perpetrar cualquier aberración. Policarpa era un relato con un guerrillera colombiana como protagonista. La sangre de la aurora nos sitúa en Perú, en los años 80, con la lucha entre el Estado y Sendero Luminoso. Tres son las protagonistas, mujeres que sufren violaciones por parte de los militares o de los guerrilleros. Fermento femenino sin el que era imposible cualquier cambio social, según Marx, y aquí bultos con orificios para las proezas masculinas, sumideros, objetos en los que vaciar y desechar de un disparo, un hachazo, un navajazo, con ávido fuego. Una de ellas es campesina. Campo, limbo infernal en el punto de mira de ambos bandos, que masacran a los campesinos (serranos) por igual, sin opción a tomar partido o mantener una imposible equidistancia. Campesina ultrajada por los guerrilleros. Otra mujer es fotógrafa. Fotografías que no logran embutir en las lindes de una foto el horror visto, el olor de la carne quemada. En manos de los guerrilleros (terrucos) será sin opción a réplica, parte del enemigo, una blanquita vendepatria. La tercera, siente de repente la llamada de la revolución, más importante que su marido y su hija y se tira al monte, recibe adiestramiento, no le tiembla el pulso con el tiro de gracia y llega a la cúspide de la organización. Las tres historias fluyen y confluyen, un horror que es intercambiable pues a la hora de torturar, violar, vejar y masacrar todos operan igual. En este anfiteatro dantesco el corifeo podría entonar un porqué. No obtendría respuesta. Qué justificaría tamaña ignominia entre hermanos. Acaso, un nuevo despertar que solo generará más violencia, horror, ánimo de venganza. Una aurora pesadillesca necesitada de la masacre, las violaciones, el encarnizamiento más brutal, un delirio irrefrenable.

En poco más de cien páginas Claudia en esta soberbia novela nos sitúa en el corazón de las tinieblas. Sus personajes hablan y cada palabra, cada silencio, cuenta y lacera. Rara vez una lectura sobrecoge. Claudia lo logra sin necesidad de efectismos ni alharacas. Sencillamente una escritura, palabras hormigueantes rezumando verdad, de efecto desarmante.

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Nunca preguntes su nombre a un pájaro (Andrés Ibáñez)

Nunca preguntes su nombre a un pájaro
Andrés Ibáñez
Año de la publicación: 2020
204 páginas

Piensen en un pastelero, un coreógrafo,
un cantante, un actor, comiéndose la cabeza con su bloqueo creativo. ¿Lo ven? Yo tampoco. Sin embargo, en el mundo de las letras el bloqueo creativo del escritor se convierte casi en un género en sí mismo. La última novela de Andrés Ibáñez, aborda este tema con Horst como protagonista. Horst es escritor, está sumido en una depresión y una crisis creativa. Deja Nueva York y se va hacia una zona boscosa, apartada, hasta la casa que en su día habitara otro escritor, Winslow. La novela es fáustica porque a Horst se le plantea el dilema de pactar con el diablo, ¿a cambio de qué?. La inmortalidad podría tener un pase, pues se disfruta cada día durante toda la eternidad, aunque sigo pensando que ha de ser un coñazo. Pero no, lo que Horst y todo escritor parece anhelar es el reconocimiento, la fama, el éxito. Y si es en vida mejor que mejor. Andrés plantea el día a día de Horst, por la deriva del ensayo: Walter, Thoreau, Hemingway, Kafka… la imperiosa necesidad de arder en el altar de las letras.
Al parecer Caravaggio era capaz de darse fuego al brazo para luego poder pintar esas caras de sufrimiento y dolor. Algo parecido es lo que barrunta Horst. Dispuesto a forzar la realidad, a abismarse, cruzar la linde, sacrificarse o inmolar a cualquier otro, matar su dignidad, en definitiva a cambio de algo tan etéreo como la fama.
La soledad en la que se enseñorea Horst, permite a la narración transitar la fina línea que separa el sueño de la vigilia, la realidad de la irrealidad, las voces reales de las figuradas, los recuerdos de la invención. Con estos mimbres, el autor se adentra en un terreno podemos pensar que terrorífico, poco firme, pues las tablas sobre las que camina son víctima hace tiempo de las termitas. Hay destellos interesantes como ese momento de voluptuosidad y sensualidad entre Horst y Eva, su cuñada, cuyo nombre ya nos evoca un paraíso perdido, irrecuperable, secundado por la perdida de la inocencia convertido en un Judas de sí mismo. O momentos discursivos acerca de los dioses y los sueños que no carecen tampoco de interés, pero la narración asemeja más a un animal desangrándose, esperando que le llegue la hora. Ese final, del éxito al éxitus, es la consecuencia lógica cuando no hay salvación ni consuelo posible.

Cuántas cosas hemos visto desaparecer (Miguel Serrano Larraz)

Cuántas cosas hemos visto desaparecer (Miguel Serrano Larraz)

Cuántas cosas hemos visto desaparecer
Miguel Serrano Larraz
Editorial Candaya
Año de publicación: 2020

Miguel Serrano Larraz (Zaragoza, 1977) sigue explorando el pasado. Así lo hizo en la novela Órbita y en los relatos de Réplica. Cuántas cosas hemos visto desaparecer, es un título muy gráfico, que cifra bien el espíritu de la novela, dado que la protagonista, Sonia, a sus cuarenta años, en la mitad del camino de su vida, más que ver el futuro como una oportunidad, incluso como una posible ganancia, se sitúa en el punto en que ya extinguida la niñez y la adolescencia, la edad adulta se asume como un páramo, desde el que contemplar todo aquello que se fue y jamás volverá. Un pasado que titila a través del recuerdo, y en especial, merced a la relación fija-discontinua que Sonia mantiene con Berta. Ambas se conocen de siempre, desde niñas, cuando pasaban los meses de verano en el pueblo de Ardés. Ese tiempo pasado es objeto de estudio y reflexión desde la vía de la melancolía y también desde un punto de vista científico, dado que Berta está convencida de que puede crear una máquina para viajar en el tiempo. Detrás de este artilugio a crear, lo que se esconde es la fantasía humana que consiste, quizás no tanto en viajar por distintas épocas, sino en la posibilidad de ir explorando los distintos caminos que se nos cierran a medida que decidimos tener hijos o no, elegir una pareja u otra, una profesión u otra. Esas decisiones son las que conforman nuestra vida, a la que luego queremos buscar un significado, un sentido para poder digerirla.

A Sonia, su situación actual, sin hijos ni pareja, le lleva a ocupar sus pensamientos para volver una y otra vez -y en ello tiene mucho que ver Berta- a su niñez y adolescencia, a su abuela Toña, que quiere desaparecer de sí misma, dejar de ser, pero seguir existiendo, a los amigos de la cuadrilla: Berta, Ariadna, Magno, el Francés, Herrero. Años en los que sufrir el zarpazo de la primera muerte cercana. Berta actúa como el contrapunto de Sonia, como si marcara una barrera, la frontera que Sonia no quiere cruzar y en la que se afinca Berta, terreno viscoso en el que Sonia no quiere adentrarse, pues sería como abortar una distancia de rescate que la ancla a la realidad, a su forma de ser, para bien o para mal. Por eso, las visitas de Berta, sus encuentros en el tiempo, la alteran y desequilibran, remueven algo en su interior, trae en aluvión cosas de su pasado conjunto, implica el deshielo de la memoria. Berta, contrapunto que valida aquello que escribiera Valle-Inclán, Nada es como es, sino como se recuerda, como tendrá ocasión de hacerle entender Berta, al poner en común ambas sus recuerdos y comprobar que cada cual fija la mirada y por tanto sus recuerdos en aspectos diferentes de una realidad siempre proteica.

A Sonia le gustan las novelas que al final la decepcionan un poco. Larraz deja su novela abierta, no sé si a la decepción, no lo creo, porque su tono mesurado, elegante, preciso, minucioso, logra evocar una memoria común para los que nacimos a mediados de los setenta (y no tanto por la descripción o lista epidérmica de juegos o artículos de aquella época, sino por la capacidad para desnudar y desanudar las emociones, afectos, temores, en esos precarios y voluptuosos años en los que se gesta la personalidad), aunque siempre propia, parcelada, independiente para cada uno, y si el futuro está por escribir y el ahora es para Sonia una tierra de nadie, el pasado siempre estará ahí mandando sms, cartas virtuales, guasap; un ruido de fondo, en definitiva, tan incesante como necesario.