Lo que arraiga en el hueso es la segunda parte de La trilogía de Cornish. Si en la primera parte, Ángeles rebeldes, Francis era el mecenas que moría y desempeñaba un papel secundario, prácticamente inexistente, aquí es el protagonista absoluto. La novela es una biografía, la que el padre Darcourt(al que conocimos en la primera entrega) se propone escribir, -aunque los narradores sean un par de daimones– una novela de formación, donde los lectores seguiremos los pasos de Francis desde su más tierna (de tierna tiene poco) infancia, abandonado en el terreno filial a su suerte, sustraído por ende a la férula tanto paterna como materna, arropado por personas que lo quieren y enseñan como Zadok (que tiene un punto muy Dickensiano), forjando éste su personalidad como aprendiz (un aprendizaje que actúa como una formación vital e ineludible para llegar a ser algo) y pintor en ciernes y luego consumado, aunque no reconocido, desplegando sus dotes en una funeraria con cadáveres como modelos, para más tarde aprender la gramática del dinero, que le permitirá gestionar con éxito la fortuna familiar, así como una herencia inopinada que recibirá en sus últimos años. Robertson, fiel a su estilo, logra interesarnos con su prosa vivaz, opulenta e ingeniosa, desde la primera hasta la última de sus casi quinientas páginas, gracias al humor (que aquí asoma menos que en la primera parte), la intriga, los devaneos amorosos infructuosos (su relación con Ismay y la de ésta con Charlie, deslocalizada a tierras hispanas, podría haber tenido más desarrollo) y potenciales de Francis, las referencias a Shakespeare a las citas y poemas de Ben Johnson, de Browning, sus andanzas como espía (de telón de fondo la Guerra Civil Española, la Segunda Guerra Mundial, los trenes camino de los campos de concentración), los pormenores de las falsificaciones (en la novela se hace pasar un cuadro reciente por uno antiguo y se intenta también adjudicar un cuadro a Hubertus Van Eyck a sabiendas de que no es suyo. Esto me trae en mente una conversación que mantuve recientemente con un seguidor acérrimo de Bolaño, que ponía en tela de juicio que todas esas novelas que van surgiendo después de su muerte fuesen suyas, sino obra de alguien muy capaz de replicar a la perfección el estilo del chileno) o restauraciones y las jugosas reflexiones sobre el mundo del arte, concretándolas en la pintura y poniendo en tela de juicio cómo la masa se deja de seducir por lo exitoso, por lo actual (aunque Francis se quede anclado en los prerrafaelistas y no aprecie el arte moderno), por aquello de lo que hay que estar enterado, sin entrar a valorar la calidad intrínseca del producto, como le hará ver epistolarmente Picasso a Papini.
El pueblo ya no busca ni consuelo ni exaltación en las artes. Y los refinados, los ricos, los ociosos, los destiladores de quintaesencias, buscan lo nuevo, lo extraordinario, lo original, lo extravagante, lo escandaloso.
Deseoso ahora de acabar la trilogía que culminaré leyendo La lira de Orfeo, pero antes me pondré con Iris Murdoch.
Libros del Asteroide, 2008, 490 páginas, traducción de Concha Cardeñoso.