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Ensayo sobre el lugar silencioso (Peter Handke)

Decía Montaigne que si un libro le aburría cogía otro. Es un buen consejo que desatendí en esta ocasión. Ensayo sobre el lugar silencioso es lo primero que leo de Peter Handke y me ha parecido un texto muy anodino, de nulo interés.

El lugar silencioso se refiere a los retretes, espacio donde Peter (y otros muchos como él cuyos escritos cita) encuentra a lo largo de su existencia, en distintas ciudades, continentes y edades, amparo, refugio, silencio, tranquilidad, etc.

Si me hablan de retretes y llevándolo a lo literario no puedo dejar de pensar en Bolaño, en Auxilio Lacouture la cual en Los detectives salvajes y luego en Amuleto nos (re)cuenta cómo estuvo encerrada en los baños la Universidad Autónoma durante el asalto policial que terminaría en la matanza de Tlatelolco. Esa imagen de Auxilio sí la tengo grabada a fuego en mi cerebro, quizás porque lo que Bolaño me cuenta me interesa y ratos me fascina, mientras este ensayo, o lo que sea que sea este texto, de buena gana lo hubiera tirado por la taza del váter.

Quizás no haya sido ésta la mejor forma de abordar a Handke, de quien Vila-Matas destaca su minuciosidad. Aquí, en todo caso, sería la minuciosidad de la nadería.

Patrick Modiano

Para que no te pierdas en el barrio (Patrick Modiano)

Cada equis tiempo, entre unas lecturas y otras, el cuerpo me pide un Modiano, como me pide también un Bernhard, un Bové, un Dostoievski, un Aira, un Bolaño, quizás porque leer a Modiano es como volver a casa, encontrar cierto amparo y recogimiento, abrazarse a una topografía ya conocida, a medida que vamos hollando el terruño Modianesco, que es la ciudad de París.

Modiano es cierto que parece escribir siempre la misma historia (corriendo el riesgo de que todas las reseña sean también la misma), donde cada novela fuera una variación sutil sobre un eje principal. Aquí el protagonista es, Jean Daragane, un escritor que vive como un ermitaño en su casa, sin hablar con nadie durante los últimos tres meses, cuando esa aparente calma se rompe, cual papel de celofán, ante una llamada inesperada al móvil (esta breve novela de apenas 140 páginas, con traducción de María Teresa Gallego Urrutia, se publicó en Francia en 2014), en la cual su interlocutor, un tal Gilles Ottolini, quiere quedar con él para entregarle una agenda con teléfonos que Daragane olvidó bajo el asiento de una cafetería en una estación, lo que da pie para que se conozcan, para que Gilles le presente a su pareja, le pida un favor, lo que conduce a Jean (como es marca de la casa) hacia el pasado, a fin de desvelarse a sí mismo quién es Guy Torstel, en quien está interesado Ottolini. En la anterior novela que leí de Modiano, Más allá del olvido, también había un triángulo formado por dos hombres y una mujer, casas de apuestas, y un pasado que como todas las novelas de Modiano es el protagonista absoluto.

Ese pasado de Daragane se convierte aquí en búsqueda, exploración e investigación y también en un entretenimiento para Jean, que sale así de su monotonía, habitando por un tiempo la vida privada de otras personas a las que no esperaba conocer.

No sabremos si al recordar, al reconstruir, Modiano inventa, o si se ciñe a los hechos, a esos retazos de su vida que van apareciendo a lo largo de su obra, y que como limaduras van aferrándose a una barra de metal inoxidable, sustrayéndose (o intentándolo) al corrosivo olvido. Bucear en el ayer le lleva al protagonista nada menos que a transparentar su infancia sin padres, de la mano de una señora que le cuidaba y la cual lo iba a poner a buen recaudo en Italia, evocando unos momentos que su mente había clausurado pues volver a ellos le causaba dolor, tanto como el verse en la estacada con el corazón en la boca al oír un mundo que se desmorona cifrado en el rugir de un motor a la fuga.

Patrick Modiano en Devaneos | Un circo pasa, El callejón de las tiendas oscuras, La hierba de las noches, Accidente nocturno, En el café de la juventud perdida, Más allá del olvido

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No aceptes caramelos de extraños (Andrea Jeftanovic)

Andrea Jeftanovic (Santiago de Chile, 1970) plantea en estos once relatos incómodos, situaciones límite que buscan remover (y en mi caso consiguen) al lector, a través por ejemplo de la relación incestuosa mantenida entre un padre y una hija, bajo el curioso título de Árbol genealógico, donde la incitadora en esta ocasión es la hija que da la vuelta a la moral imperante como una media de seda o de esparto, creando entre ellos un mundo o paraíso al margen de todo y de todos.

En Marejadas, una llamada nocturna alertará a una madre del accidente de su hijo, lo cual da pie para que sus padres separados se reencuentren, se fundan, se renueven y arrostren la pérdida filial, siempre imposible de remediar, siempre indeseada: más abismo que horizonte, más devenir que porvenir.

En Primogénito la llegada de un bebé a una familia impele a la hermana mayor, que es una niña pequeña, a tomarla con la recién nacida llegada y hostigada y la niña (o demonio) se ensaña y se desquita con ella, borrándola del mapa, a fin de que no la saquen del tablero de juego, ante una convivencia que se piensa imposible.

En Medio cuerpo afuera navegando por las ventanas una pareja en la cincuentena trata de renovar o avivar su amor, sin saber bien qué hacer con el sexo, con su pasión extinta, con su deseo orillado o fijo-discontinuo, rescoldo avivado con el lanzazo de la infidelidad, dándole una oportunidad a una realidad virtual y pixelada, que les brinda un deseo renovado, otra piel más brillante, otro cuerpo que es el mismo y distinto, un anonimato –que no es tal- que muda lo trillado en esperanza.

En La necesidad de ser hijo (relato que ya había leído dentro de la recopilación titulada Mi madre es un pez), la autora reflexiona sobre los hijos ninguneados, marginados, ante las ínfulas revolucionarias de sus padres, crecidos estos a la buena de Dios, mientras sus progenitores trataban de cambiar el mundo, anteponiendo sus ideales políticos o su egoísmo o su irresponsabilidad, a la crianza de los hijos, los cuales llegados el momento, reivindican su necesidad de ser hijos antes de ser padres, pues hay ahí una falla, un vacío, un error proclive a repetirse.

La desazón de ser anónimos, cifra la incomunicación en la que nos movemos, la impersonalidad, ese vacío que sustituye al aliento vital, y la necesidad de nombrar las cosas, para dotarlas así de identidad, de cuerpo y sustancia, de dar un nombre al otro, para que deje de ser un fantasma, un eco, una sombra, un cuerpo ocupado, impersonal e innominado.

En la playa, los niños, lo que podría ser un día de fiesta y alegría se malogra con algo tan habitual como el ahogamiento, en este caso de un niño, y el remordimiento de una madre que no estuvo atenta y el mar, siempre vomitando cuerpos con ojos de agua.

Mañana saldremos en los titulares, uno de mis relatos favoritos, con un triangulo sexual donde un hombre se aviene con dos mujeres y luego entre ellas, con un aliento homicida que aviva la narración.

No aceptes caramelos de extraños aborda el tema de las desapariciones de niños. Aquí una niña de once años que nunca regresó del colegio. Un dolor infinito el de su madre, compartido, por todos aquellos que han vivido y viven situaciones análogas.

En Miopía, hay celos entre hermanas y abusos paternos -hacia una niña miope que a los doce años ya descubre que los labios de un hombre son más ásperos- e indiferencia materna.

En resumen, lo que aquí ofrece Andrea Jeftanovic con una prosa descarnada y depurada, sin hacer concesión alguna a lo sentimentaloide, puede llegarnos a saturar (como me pasó cuando vi Biutiful), o incluso a estrangularnos con este rosario de cuentas infelices, pues parece que no hay auxilio, ni amparo que valga ante tanto dolor y tanta tristeza y tanta pérdida, para estos humanos que pueblan los relatos, cuyo sino es fatal y trágico y quizás la única puerta a la esperanza es la que se ofrece en el último relato, en Hasta que se apaguen las estrellas, donde la muerte hace su trabajo cuando toca, no antes, aunque medien la enfermedad, los hospitales, los medicamentos, las pruebas y aunque ese estar en las últimas parezca el cuento de nunca acabar; un irse, natural, al aire libre, acompasado con el apagarse de las estrellas.

Editorial Comba. 2015. 172 páginas.

Estos últimos meses y años por estos devaneos literarios míos -aunque unas novelas las haya disfrutado más que otras- he descubierto el talento de muchas escritoras latinoamericanas, como las que siguen:

Matate amor de Ariana Harwicz (Buenos aires, 1977)
Distancia de rescate de Samanta Schweblin (Buenos aires, 1978)
Seres queridos de Vera Giaconi (Montevideo, 1974)
Nefando de Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988)
Temporada de huracanes de Fernanda Melchor (Veracruz, 1982)
La condición animal de Valeria Correa Fiz (Rosario, 1971)
Fruta podrida de Lina Meruane (Santiago de Chile, 1970)
Wakolda de Lucía Puenzo (Buenos Aires, 1976)
El matrimonio de los peces rojos de Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973)
Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1983)
Conjunto vacío de Verónica Gerber (Ciudad de México, 1981)
La dimensión desconocida de Nona Fernández (Santiago de Chile, 1971)
La ciudad invencible de Fernanda Trías (Montevideo, 1976)

A otras muchas como Cynthia Rimsky, Rita Indiana, María Moreno, Margarita García Robayo, Alia Trabucco Zerán, Paula Ilabaca, Mariana Enríquez, Paulina Flores, Laia Jufresa, Lilianza Colanzi, Pola Oloixarac, espero poder leerlas próximamente.