Archivo de la categoría: 2016

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Palos de ciego (El Irra)

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Leí Palos de ciego a la par que Cuaderno de Tormentas y creo que ambos tienen muchos elementos en común. Si en el comic de David Rubín el horror se plasma en la Ciudad Espanto a través de la fantasía, en Palos de ciego, el horror se plasma cogiendo unas muestras de la realidad, sin necesidad de echarle imaginación, sino aguzando la mirada, no rehuyendo la vista, buscando los puntos ciegos, para poner frente al lector, en toda su crudeza, la violencia y el sexo explícito, el oficio de la prostitución, y el trapicheo con las drogas, los ajustes de cuentas, las palizas, las venganzas, el ojo por ojo, el mal fario, lo marginal y lo entrañable, la sangre y las vísceras, y más corazón que cerebro, en resumen, todo un conjunto de alimentos que engordan el caldo gordo de la desesperanza.

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Y todo da comienzo cuando Jesús vuelve a Sevilla, a su barrio y al poco de su retorno quiere retomar las cosas con su chica Irene. Mientras, se va empleando en trabajos precarios y mal pagados, como repartidor, mulo de carga… E Irene, por su parte, trata de dejar la prostitución y ganarse la vida de otra manera, incluso hay brotes verdes de esperanza cuando Irene se queda embarazada y la vida sigue, aunque también hay cuentas pendientes y finales no felices, final servido, en las últimas páginas como cuando contemplamos una puesta de sol, con tonos rojizos o anaranjados, un ocaso sangriento.

Palos de Ciego
El Irra
Astiberri Ediciones
2016
136 páginas

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Literatura hecha pedazos (Roberto Vivero)

Literatura hecha pedazos
Roberto Vivero
Ediciones Oblicuas
2016
80 páginas

Literatura hecha pedazos que deja hecho trizas al lector. Texto compuesto de cinco fragmentos: La primera vez, Retratos, planeta piedra, La vida en epítome y Los límites.

De igual manera que descuidamos la magia del alfabeto, convertimos a menudo la lectura en un automatismo, y así se nos pasa por alto qué hay detrás de las palabras, qué procesos mentales y asociaciones llevamos a cabo para que la lectura sea una actividad mental que nos resulte ineludible y ardua, en esta ocasión, porque Roberto Vivero no parece empeñado en ofrecer entretenimiento (al uso) al lector, algo que hoy se ha convertido en el Santo Grial de la escritura.

La primera vez es un texto que parece ir en consonancia con Las fieras o con Crítica del barrio chino. La primera vez que probé el semen fue de boca de mi madre. Así se principia el libro que hará que algunos se vayan corriendo, pero en dirección contraria a lo leído. Pero no, no hay que huir, hay que fajarse, avanzar y hundirse, porque el texto aquí es un reto, capaz de poner a prueba la paciencia del lector, que irá sin guía de viaje ni gps, y tan solo le secundará la expectativa de una escritura poco corriente. Esa primera vez (son 51 primeras veces en total) siempre la asociamos con follar, pero aquí el texto da más opciones además de follar (la primera vez que follé y no me follaron entendí a mi madre), como la primera vez que odié, o me enamoré, o fumé, o cerré los ojos, o tuve dinero, o que escribí (la primera vez que escribí me escurrí por los renglones de mis corchetes y costuras y vanos y entretelas y las letras fluían hasta hacerme padecer de claridad y fue la última vez que escribí porque todo era ceguera y yo veía una tras otra las letras que desconsolaban la cándida enfermedad de mi ser). Sigue leyendo

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Crítica del barrio chino (Roberto Vivero)

Crítica del barrio chino
Roberto Vivero
Ápeiron ediciones
2016
228 páginas

Si suponemos que Crítica del barrio chino es la continuación de Las fieras creo que no andamos muy desencaminados, no porque la prosa sea un eco de la anterior, que no lo es, sino porque hay aquí también un espacio físico cerrado; imaginemos un cuadro del Bosco, un díptico, en el que el mundo empiece y culmine en los lindes horizontales y verticales de los paneles. Un Jardín de las delicias en el que la vida terrenal y el infierno se enmarañasen hasta confundirse.

El libro se sirve en 100 capítulos interconectados. Algunos personajes pululan por distintos capítulos y cuando veo aparecer ahí al niño palo o a la niña lamida por un perro, pienso en la niña llagada de Las fieras. También cuando leo el capítulo Buga.

No es la novela la descripción de un mundo real -aunque no desatiende lo real, al menos nominalmente, sin estar tampoco exento de ramalazos de humorismo, si no de qué esta tipografía: La Defensa, La plaza de la Concordia, La Bastilla, el Arco de la Triunfo, personajes como Vendome, Citröen, Manuel Bonaparte, la niña Sorbona– sino la creación de un territorio literario al margen de lo que conocemos y nuestra moral acepta; una especie de civilización bajo el nombre de Pequeño París, tras haber absorbido este la antigua denominación de barrio chino, descubierta para nuestros ojos y narrada con una escritura muy singular, la de Roberto Vivero.

Y lo singular acarrea problemas de todo tipo al lector. En tanto que exige una lectura lenta, morosa, y atenta, para dar finalmente la razón a Nietzsche cuando hablaba de la necesidad de rumiar al leer. Y no tanto leer como releer, en bucle, para sacarle el sentido a los silogismos, a los diálogos, para tratar de montar, a duras penas, en la cabeza, todo el espacio físico y psíquico que se nos describe; territorio que puede ser un laberinto del que tan difícil es llegar como marcharse (a no ser que uno sea un fiel seguidor de las recomendaciones de Hegesias y logre entonces deshacerse de la podredumbre de vivir), en el que nadie trabaja y nada pasa en el correr de los siglos, donde no hay enfermedades diagnosticadas, ni existe el inconsciente, ni hay relaciones de poder, y sí seres solipsistas, regidos todos ellos por unos instintos difíciles de dilucidar, con comportamientos igual de inextricables (quizás porque como en las cuevas que aparecen en Debajo del suelo, todo resulta demasiado hermético y nada tiene sentido), donde por las noches llueve agua salada, como las lágrimas, como si ya nadie pudiese más. Y eso es lo que transmiten los capítulos: la sensación de pesadez y de densidad, de no haber escapatoria en todo este cardumen de comportamientos y charlas amébicas (como en Me han hablado de algo), con excepciones, porque el que le da al tarro, lo hace por todos (como Lázaro o Jeremías) y hacen de la filosofía su sangre, no transfusionable. Sin hacer ascos al absurdo, como Leoncio, quien al preguntarse si alguna vez ha tenido su propio lenguaje, se plantea si no ha sido un heterónimo de los demás.

El barrio puede llegar uno a imaginarlo como una gran mancha negra en medio de la nada, o como una nave nodriza gigantesca flotando en el espacio, con un decorado dentro, vagando al margen del tiempo y del espacio. Mancha o coágulo del que irían brotando seres animados por las palabras, y de apariencia humana, cual tripulación en busca de lo posible.

Lo más plausible de la novela es el empeño del autor por no convertir cada capítulo en un eco del anterior, por no abrevar en los lugares comunes y frases hechas, repeliendo la menor tautología, y ofreciendo mediante grandes dosis de imaginación continuas sorpresas en la experimentación con el lenguaje, ¡y qué lenguaje, y qué gozo el que depara leer palabras como acmé, hénide, ipseidad, eones, nouménica, betuminoso! Por eso hablaba aquí, en este imposible epítome o reseña fracasada, de prosa singular e inédita, aunque quizás no lo sea tanto después de haber leído Las fieras.

www.devaneos.com

Una niña está perdida en el siglo XX (Gonçalo M. Tavares)

Una niña está perdida en el siglo XX de Gonçalo Tavares, con traducción de Rosa Martínez-Alfaro, es un sugestivo artefacto narrativo que es juego, aventura, enigma, sorpresa y puro movimiento. No sé bien qué he leído, porque esta novela tiene un punto febril, de alucinación, de festivo delirio quijotesco.

Tavares junta a Hanna, una niña de 14 años perdida -o abandonada por sus padres- que padece trisomia 21 (Síndrome de Down) y a un hombre, Marius, que va huyendo, no sabemos de qué. El hombre se hace cargo de la niña, con el firme propósito de devolverla a su lugar de origen. Complicado, cuando la niña no puede desvelar la identidad del padre, pues de hacerlo, le arrancarían los ojos y la lengua, a la niña. Hanna y Marius inician un viaje que se sustrae a lo apocalíptico, como sucedía en La Carretera McCarthiana .

La pareja irá conociendo personajes muy singulares en su transitar por Europa, y cada inmueble que visitan, cada persona que se cruza en su vida, son casi universos en sí mismos. Un recorrido que es geográfico e histórico. Mezcla de ambos. Así uno de los hoteles -sin nombre- en el que se alojarán tiene idéntica disposición espacial que la que tendría un mapa con la ubicación física de todos los campos de concentración nazis. El propietario del hotel, Moebius, tiene a su vez la palabra judío tatuada en su cuerpo, en todas las lenguas, a modo de coraza. Conocen a su vez a un fotógrafo que irá retratando animales y niñas y niños como Hanna, a Stamn quien va poniendo en las calles carteles cuya lectura incrementa la rabia individual de cada lector boicoteando a su manera la realidad, a Agam Josh, un orfebre del dibujo capaz de escribir frases microscópicas que a simple vista parecen líneas. Disfrutarán también de la compañía de un particular Don Quijote -Vitrius- apartado del mundo en lo alto de un inmueble sin ascensor afanado con sus series de números, guardián de la memoria familiar, de Terezin quien les refiere historias increíbles, como la de esos siete hombres judíos que atesoran la historia del siglo XX en sus mentes, sin emplear ningún medio físico.

El periplo, el continuo deambular de la pareja, no es una odisea, ya que no hay un lugar al que volver, no ya físico, tampoco sentimental. Hanna comienza la novela perdida en la calle -desubicación, deslocalización, liquidez, características de finales del siglo XX- y la acaba en una manifestación junto a Marius, formando parte de un colectivo, de un clamor, y no sabemos si ese grupo es la que la salvará o la que como el lobo feroz del cuento se la comerá de un bocado, con ojos y lengua incluida.

Escuchas periféricas | Motxila 21