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El contrario de uno (Erri de Luca)

El contrario de uno, con traducción de Carlos Gumpert, es un libro de quince relatos, de corte autobiográfico, escrito por Erri de Luca en 2003. Leyendo otros libros del autor napolitano veo que hay ciertos temas recurrentes que conforman el ser de Luca. Uno es su ánimo combativo, manifestado por ejemplo en La parola contraria. Aquí, vemos en unos cuantos relatos cómo Erri sale a las calles, forma parte de las revueltas, para reivindicar los derechos de los trabajadores o cualquier otro acto de injusticia, haciendo ver al poder que el pueblo cuando se une también puede enseñar el hocico en la confrontación, aunque se lo partan. Las algaradas callejeras tienen su envés romántico, pues ahí el amor fluye, al menos una vez, entre todos los que pueblan las calles y ellas ofrecen su amor a los aguerridos e idealistas jóvenes e incluso desde las cimas de las laderas se reúnen ellos y ellas para cantar y dar ánimos a los que próximos, permanecen encarcelados.

Ante las fotos de Erri uno ve un tipo sarmentoso, la cara cincelada con piolet, en sus pupilas brilla una naturaleza mineral, la propia de las montañas que a Erri le gusta escalar y que era el sustrato narrativo de su novela La natura expuesta. Ese es el otro tema recurrente: la montaña. En varios relatos, Erri se ve secundado por mujeres que buscan la cima. En un relato, para la mujer, la ascensión deviene una especie de catarsis, la posibilidad de desarraigar de su ser los cantos de sirena del suicidio, de su anhelada extinción, incluso a manos ajenas. En otro, Erri inicia una escalada con una mujer, formando ambos un ente orgánico que asciende montaña arriba, siendo ya lo contrario de uno. Erri, además de buen montañero, sabe muy cómo transmitir con palabras la experiencia de la escalada, la comunión que se establece entre ambas naturalezas, y la sensación de libertad, de ser aire, agua, la plenitud e insignificancia experimentada sobre el lomo calizo de una montaña, en la que todos son intrusos, y la necesidad también de ser humilde y saber cuándo dar la vuelta, regresar y no jugarse la vida en balde. Hay incluso un relato en el que allá arriba, alejado de la peste urbanita se da Erri de bruces con un joven belicoso y malencarado que se afana en lanzarlo a la muerte, al vacío. Quiera que Erri se maneje bien con brazos y piernas y salga airoso de tamaño lance, aunque portando eso sí el escrúpulo, la china en el zapato de la culpa, reverdecida y punzante luego en el recuerdo.

Otros relatos dan cuenta de cómo Erri superó la malaria cuando trabajó en África. Días debilitado, debatiéndose entre la vida y la muerte y cómo, una monja, cual ángel de la guarda, le devuelve a la vida a cucharadas, merced a un caldo de pollo que acabará resucitándolo. Erri cual vagamundo deambula por el orbe, sin mujer ni hijos, aunque amores hubo en su travesía; amores saldados, recuperados en el recuerdo, que ya no duelen, otros quedaron esbozados en los márgenes del deseo, en anuncios no enviados.

Erri trabajó en la construcción tanto en Sicilia (ahí establece el autor una relación entre el Etna y El Vesubio, al tiempo que recuerda anécdotas familiares como la orientación al dormir de su padre en dirección al Vesubio) como en Torino, lo que le brinda la posibilidad de conocer otro tipo de entendimiento humano, el de los peones de las obras como él, que se auxilian en su soledad, melancolía, añoranza. No Erri, que se siente y sabe sólo y no echa en falta lo que nunca tuvo, lo cual no lo hace más libre, pues anida en los relatos una necesidad de cariño, amor, afecto, de completarse, ansia de plenitud, de dejar de ser uno. En el poema que sirve de pórtico al libro, Mamm´Emilia el ser que no es nada acaba naciendo completo y luego esa construcción, dado a luz, es un vivir que supone un acrecimiento inmensamente menor, como si todo fuera, lo es, una cuenta atrás hacia la nada, y uno busca aunque sea a manotazos algún asidero, un pesebre, un caldo caliente, una caricia, un afecto, una sonrisa, algo de luz y calor, ante la noche oscura que se cierne, irremediable, sobre cada uno de nosotros, búsqueda, anhelo: más que cópula carnal, conjunción espiritual, completarse en el otro.

Relación de relatos:

Viento en la cara, Fiebres de febrero, La falda azul, Ayuda, La camisa en la pared, Una mala historia, Anuncio jamás enviado, In nomine, Los golpes de los sentidos, La cuenta, El pulgar arlequín, La pilastra de Rozes, La fábrica de vuelos, La conjunción “Y”, Vino.

Seix Barral. 160 páginas. Traducción de Carlos Gumpert.

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La casa intacta (Willem Frederik Hermans)

Willem Frederik Hermans (1921-1995) está considerado junto a Gerard Reve y Harry Mulisch, uno de los Tres Grandes (De Grote Drie) escritores de la literatura neerlandesa de la posguerra. En España se publicaron, en Tusquets, a comienzos del siglo XXI dos novelas suyas, El cuarto oscuro de Damócles (1958) y No dormir nunca más (1966). Gatopardo Ediciones publicaría en 2019 con traducción de Catalina Ginard Féron, La casa intacta, novela escrita cinco después de finalizar la Segunda Guerra Mundial.

El credo de Hermans consistía según sus propias palabras en un “Nihilismo creativo, compasión agresiva, total misantropía”. Tratándose de un escritor que crece de forma orgánica, en palabras de Cees Nooteboom, autor del epílogo, que se convierte en una parte inalienable del paisaje literario de su país, me sorprende, habida cuenta la calidad literaria de esta nouvelle, el escaso eco que ha tenido su obra por estas latitudes.

Al hilo de la total misantropía a la que se refiere Hermans, podemos ligarla con la falta de sentido (también de empatía y compasión) que el autor le encuentra a todo. A una guerra todavía menos. La guerra supone llevar la naturaleza humana a sus límites, ensimismada en una vorágine de violencia, crueldad y destrucción sin parangón. Una guerra que mueve sus ejércitos pero que en última instancia precisa de cada uno de sus soldados y de las acciones de estos para crear y mantener estos escenarios tan bélicos como dantescos, porque son los solados los que violan, matan, saquean y destruyen.

Leyendo la novela pensaba en Mi pequeña guerra, libro de Louis Paul Boon (Ed. De conatus) que suponía a su vez una aguda reflexión sobre el sinsentido de la guerra. Aquí tenemos a un partisano batallando, se supone, por la Europa Central que se segregará de sus compañeros para acabar en una aldea vacía, en la que parece que sus vecinos han salido a la carrera. Merodean cerca las tropas alemanas. En la casa el protagonista, que narra lo que ve y siente en primera persona, dice que la guerra no existe. A fin de cuentas, piensa, todos morimos, y la guerra solo sirve para acelerar este desenlace inevitable. Este memento mori le hace al narrador moverse de manera despiadada, cometer actos viles y atroces, no se sustrae a matar, a robar, a mentir, y a su vez parece que todo le diera igual. Nacer y morir vienen a ser lo mismo, las dos caras de una moneda acuñada por la fatalidad.

Se habla de la crueldad de la novela y es cierto que está presente, de una manera inopinada y brutal. Ahora ando leyendo Edén, Edén, Edén de Pierre Guyotat (Ed. Malas Tierras; Traducción de Rubén Martín Giráldez) y puestos a comparar una y otra, si La casa intacta es cruel y sádica, la de Guyotat es infinitamente más salvaje y estomagante, una náusea permanente.

Gatopardo Ediciones. 2019. Traducción de Catalina Ginard Féron. Epílogo de Cees Nooteboom.

Paraguas en llamas

Paraguas en llamas (Jordi Mestre)

Por la San Juan los de Pepitas de calabaza han abierto en Logroño una librería muy mona. De buena gana me hubiera plantado allá con mi vehículo y hubiera hecho un alunizaje pero las dimensiones de la calle no dan para ello, así que hube de pagar religiosamente los dos libros que me llevé, este de Jordi Mestre y otro de Emerson, Sociedad y soledad, un título que por sí solo ya me seduce. El libro de Jordi Mestre, Paraguas en llamas, va con prólogo de Enrique Vila-Matas y para mí lo que escribe EV-M va a misa. Leí el citado prólogo y ahí se alaba el humor de Mestre que tuvo un blog http://miraquehefet.blogspot.com en el que iba metiendo entradas (entre 2005 y 2014) y que al fallecer en 2016, EV-M entendió que todo lo que estaba en la nube debía tomar tierra y precipitarse como libro. Dicho y hecho, Pepitas mediante. Y luego no me dirán que la edición no tiene algo de alquimia, de milagro.

Librería de Pepitas de Calabaza en la Calle San Juan 38 de Logroño

Me lo he pasado pipa con el humor que se gasta Mestre. A menudo, mientras leía tumbado en el sofá, en la cama, en la esterilla, en el chinchorro y me carcajeaba me preguntaban de qué te ríes –no con cierto recelo e incluso con sospecha, como si la risa ajena fuera una amenaza, fantasma, en todo caso- y entonces pasaba a leer en voz alta y las carcajadas se duplicaban, triplicaban, incluso cuadruplicaban, y no sé si esto atiende a que en mi casa somos todos unos cachondos o a que el confinamiento nos está haciendo puré la masa madre cerebral.

Celebro la libérrima escritura de Mestre. Cuando uno tiene un blog como el suyo en donde no hay ni rastro del número de seguidores ni nada parecido, la escritura se convierte en un monólogo interior que se va tejiendo en la nube y del que si llega alguna apreciación o denuesto será por la vía del comentario. Se equivocaba la Carrá cuando “cantaba” aquello de que para hacer bien el humor hay que venir al sur. Mestre es catalán y lo borda. Se presenta como un buen observador y lo era, basta con leer sus escritos, cuajadito de agudas observaciones de todo tipo, del tipo que mira de otra manera, que saca jugo de lo prosaico (los compañeros del colegio, las bodas, la convivencia parejil, las vacaciones, los misterios chinos, las carreras en taxi de lo más poéticas, las despedidas que siempre acaban por materializarse, la llegada de los churumbeles, las obras en el hogar de ¿un tipo simple que nunca entendió nada?. Ja, por aquí), lo manido, lo trillado, contrastando la realidad con una imaginación desatada auxiliada por un humor, atributo de la inteligencia, que nos espolea y expolia los lugares comunes para cimentar su obra, en la que hay continuas referencias a los libros leídos, entresacando párrafos curiosos, a las películas vistas, a personajes que muestran su cara más patética, más humana, nada aquí de heroísmos, sino cobardías, tiempos muertos, mujeres que van y vienen y se quedan como la Nueva, amigos que fallecen, novelas cuya escritura se comienza y se aborta casi de inmediato como el que se asusta al coger distancia y ver el tamaño de la montaña a ascender y le invade la indolencia, la pulsión sexual desactivada tras el coito, así quedan esbozos, líneas maestras, sinópsis de las novelas que podían haber sido, pero sí hay anécdotas que adquieren la categoría de relatos, algunos geniales como las biografías que Mestre, muy futbolero, le dedica por ejemplo a Rummenigge o cuando se nos habla de la crotalogía y quedamos no sé si más felices que unas castañuelas pero sí con una sonrisa dibujada en el rostro, a no ser que sufras el síndrome de Moebius. A fin de cuentas como nos advirtiera Sábato, Vivir consiste en fabricar futuros recuerdos, aunque no sean alegres ni significativos, remataría el gigante ruso.

Está muy bien esto de los blogs, a la vista está, pero comparto lo que afirma Mestre sobre el papel, a mí dame el papel, aunque sea para limpiarse el culo.

El papel

Gentes que entienden de ello me aseguran que las redes sociales ganan terreno día a día y que sus usuarios abandonan en masa los medios de comunicación tradicionales: la radio y hasta la televisión y, sobre todo, la prensa escrita. Dicen que la celeridad de Twitter y otras redes es irresistible y que las noticias se anuncian en décimas de segundos al mundo entero. Y es verdad, veo que la estupidez y la mentira nos llega ahora a una velocidad inimaginable para quienes, como yo, preferimos la falsedad y la tontería reposada de los viejos diarios de siempre. En el papel sabemos leer entre líneas y creemos entender quién engaña a quién y para qué; entre las breves líneas de Twitter uno sospecha que jamás hay nada escrito. O sea, que todo ha cambiado. Y que todo es lo de siempre, pero ya ni el papel nos queda. A ver quién se limpia el culo con un iPad.

Sonreír alarga la vida y libera estrés, dicen (aunque no se fíen porque lo más seguro que detrás de tan alegre afirmación haya algún lobby humoroso). Yo creo que después de leer a Mestre amén de desestresado he ganado también unos cuantos minutos de vida. ¡Dios, es todo tan paradójico! porque crees que pierdes el tiempo leyendo un libro y resulta que acabas ganándolo.

Albergo una duda, ¿venció finalmente Mestre a Paradiso?. Yo también lo tengo por ahí, sin leer, en algún estante viviendo el sueño de los justos.

Pepitas de calabaza. 2019. 280 páginas

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El incendio de la mina El Bordo (Yuri Herrera)

Yuri Herrera es uno de mis autores favoritos. He leído y comentado sus novelas: Trabajos del reino, Señales que precederán al fin del mundo y La transmigración de los cuerpos, su libro de relatos Diez planetas y ahora su tratamiento de la no ficción en El incendio de la mina El Bordo, hecho que sucedió el 10 de marzo de 1920 y en el que murieron al menos 87 mineros, en el distrito minero Pachuca-Real del Monte, formado por diez niveles.

Casi un siglo después Yuri reabre un caso cerrado con muchos interrogantes. Cuando se produjo el incendio, salieron a la superficie unos cuantos mineros y se cerraron las bocas de los tiros para seis días reabrir las bocas, y encontrar que allá dentro había siete mineros vivos, que por tanto habían sido sepultados vivos. No se sabe cuántos más pudieron morir con la decisión de cerrar las bocas de los tiros. Cuando ante el juez que instruye el caso el perito da su versión de los hechos exime de cualquier responsabilidad a la compañía minera y lo que pasó fue un accidente provocado en todo caso por alguno de los mineros. El juez asume esa versión sin abundar más en el asunto, echando prontamente tierra sobre el asunto: una especie de doble muerte o asesinato. La compañía indemniza a las familias que pueden acreditar el parentesco con los mineros que han muerto y luego “con el fin de que no fuera a desarrollarse alguna epidemia por el paso de tanto cadáver por la ciudad de Pachuca” deciden enterrarlos a todos juntos en un lote propiedad de la Compañía, que actúa casi con total impunidad, ante lo cual las familias no pueden decir ni mu, tratando a los muertos como si fuesen de propiedad de la Compañía, de tal manera que las familias no pudieron enterrar los cuerpos donde hubieran querido. De igual manera que una lápida en piedra con los nombres de los muertos sirve para honrar su memoria, quizás este texto albergue el mismo anhelo, poner de relieve a los muertos aquel día, para que el mundo, aunque sea un siglo después sepa de su existencia y trágico final.

El perito García agrupó los nombres de los cuerpos identificados de acuerdo a la posición y sueldo que ganaba cada uno: “Antonio López de Nava, sotaminero, $6.00; Valentín Magos, Pedro Estrada, TeodoroLandero y Carmen Gutiérres, encargados de contrato, $3.50; Marciano Trejo y Juan Sosa, coleadores, $3.00; Cruz Vega, Jesús Acosta, Francisco Lara, Vicente Guillén, José Patricio y Eulalio Valerio, perforistas, $2.40; Juan Barrios, bombero, $2.50; Luis Garfias, calecero, $2.00; Francisco Magos, ayudante de perforista,$1.80; Domingo Hernández, Erasto Chávez, Aristeo Reyes, Francisco Ortiz, Marcos López, Francisco Cortés, Esteban Martínez, Donaciano López, José Trejo, Toribio Ruiz, Guadalupe Pérez, Vicente Peña, José Valdovinos, Hilario Cruz, Jesús Pagola, Amado Pagola, Luis González, Zenobio López, Genaro Nava, Agustín González, Fidencio Ortega, José Terrez (a éste en otro lugar se le identifica como Torres), Miguel Álvarez, Ángel Montaño, Benjamín Morales, Amador Torres, Simón Arrasola, José Jiménez, Félix Delgado, Juan Fernández, Jesús Martínez, Bartolo Corona, Leobardo González, José Montiel, Fidel Guerrero, Melquíades Ortiz, Bartolo Lozano, Isaac Villanueva, Pedro García, Juan Bolaños, Aurelio Juárez, José Mendiola, Margarito Torres, Cleofás Molinero, Cesáreo Bolaños, Bonifacio Romero, Toribio Velásquez, Francisco Velásquez, Guadalupe Lozada, Anastasio Luna, Antonio Molinero, Bartolo Corona, Tomás García,Gilberto Banda y Miguel Martínez, peones, $1.80”.

Editorial Periférica. 120 páginas.2018.