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Vivir abajo (Gustavo Faverón Patriau)

Vivir abajo (Gustavo Faverón Patriau)

Extraer la piedra de la locura del cerebro y luego qué, acarrear con ella una y otra vez arriba y abajo sobre una montaña de muertos, como un Sísifo más, en un día a día -convertido en una cadena perpetua- de ensayo y horror, de ensayo y error, cuando a la venganza le sale el tiro por la culata, inútiles los crímenes, azarosa la injusticia de sus actos, como al protagonista de la hercúlea novela de Gustavo Faverón Patriau (Lima, 1966) titulada Vivir abajo, un tal George Bennett cuya historia se pretende reconstruir con piezas de un puzzle irrealizable. Vivir abajo es el mundo subterráneo, el de las torturas y los torturados, todo aquello que se consume sin ver la luz del sol, en recintos a la vista nada sospechosos, en un inframundo donde millares de desgraciados durante décadas han sido y son carnaza de mentes enfermizas y malvadas, la mitad de la historia de América Latina, la mitad de la historia de América, no existirían si no existiera la presión de hablar bajo castigo, la mitad de la historia del mundo (porque también aparecen los balcanes, con la figura del palindrómico Miroslav Valsorim), leo.

George padre, agente de la CIA va por toda por America Latina construyendo cárceles, ejerciendo de torturador, al servicio de dictadores, abundantes durante la segunda mitad del siglo XX. El hijo, con el mismo nombre y apellido y aficiones, como la de echar mano a su careta de oso para dormir, trata de enmendar los errores paternos y recorre Paraguay, Chile, Argentina, Perú, queriendo conocer la historia de su padre y de sus víctimas, ajustando entre otras muchas cosas cuentas con nazis, y en esta búsqueda, no sé por qué, en todo este periplo me venía en mientes una y otra vez la figura de Cesárea Tinajero (aquí sería Raymunda) y también del incesante Bolaño, pues esta novela presenta como las del chileno un aspecto poliédrico, una estructura proteica, donde todo se va desvelando y enmarañando de a poco, sumando fragmentos de entrevistas, cartas, sinopsis de libros, películas visionadas, relatos, ensoñaciones, profecías, con muchas referencias musicales y citas literarias, muchas películas, narraciones algunas incluso referidas telepáticamente, lo cual me recordaba El beso de la mujer araña de Manuel Puig, cuando a los presos ya su único asidero es el lenguaje. Y qué decir de la escritura, de toda esta metafísica de la palabra, de su fertilidad aquí presente, qué decir de uno de los personajes, Mano Manzano, escritor compulsivo, prolífico, incesante en su quehacer, que si se para a pensar por qué escribe no encuentra una razón, quizás porque como ya nos advirtiera en su día otro escritor Uno no escribe para, uno escribe sin más y así hace también Gustavo con su escritura torrencial, que te lleva y trae por la geografía latinoamericana, convertida en un mapa de sangre, poblada de personas heridas, violentadas, violadas, humilladas, purulentas, cáscaras vacías, dementes, frutos podridos de toda la maldad soterrada y reclusa, con un alud de testimonios que te escarapelan no solo el vello, ante este palimpsesto infernal.

Los (libros) que uno escribe para decir algo, no sirven para nada, dice Manzano. El desafío aquí es cómo decir sin decir para acabar diciendo mucho, como logra Gustavo.

Las reseñas de los libros tienen sentido, los libros no, dice Manzano. No me lo creo. Olviden esta reseña, este comentario a la novela y háganse el favor de leérsela a fondo, porque hay que sumergirse en el fango, habitar la oscuridad, convivir con el mal unos cuantos días, sentir entonces el tajo del hacha quebrando el mar helado que tenemos dentro. He disfrutado muchísimo (aunque disfrutar no sea la palabra más precisa) una novela que de seguro a todos los que la lean va a dejar nerviosos y erizados y también electrizados. No abundan, desgraciadamente, novelas de este pelo.

Una observación: a la novela le falta una página para alcanzar el guarismo diabólico.

Candaya. 2019. 665 páginas

La sabiduría de lo incierto

La sabiduría de lo incierto (Joan-Carles Mèlich)

Las semanas de confinamiento, a nada que reparamos en ello, ponen en evidencia lo precario y contingente de nuestra naturaleza. Hoy es una pandemia global, mañana será cualquier otra amenaza.

La sabiduría de lo incierto de Joan-Carles Mèlich (Barcelona, 1961), resulta más oportuno que nunca y me ha acompañado y amparado durante un mes y medio. Este conjunto de ensayos aborda muchos temas pero hay uno que me atañe en especial y es el que tiene que ver con la condición lectora, porque desde 2006 voy leyendo públicamente y vertiendo en este espacio web mi parecer sobre los libros que leo, construyendo así mi particular autobiografía de papel. Un camino que echando la vista atrás no sé si tiene el aspecto de una linea recta que asciende o desciende o de un círculo que va expandiéndose. Lo único que tengo claro es que cuando uno lee de forma compulsiva, con este tesón es porque esa actividad atiende a una pasión, a una necesidad que no se puede desatender. La lectura se convierte entonces en una constante vital. Y al igual que el corazón late sin hacerse preguntas el lector lee entonces irremediablemente para hacer más grande la herida, más inmensa la sed, más densa su zozobra.

Mucho escribe aquí Mèlich sobre el acto de leer, leer sobre el libro, porque leer sobre un dispositivo electrónico no es leer, y es algo que comparto, porque yo el libro necesito tenerlo entre las manos y exprimirlo como un limón, hollarlo con el lápiz, marcarlo, estrecharlo contra el pecho o tirarlo al contenedor de papel si lo estimo conveniente. Leer aquí va asociado a la incertidumbre, a la duda, al desasosiego. No son los textos que aquí se citan libros de autoayuda, aquí lo interesante son más las preguntas que las respuestas, porque leer es abrir una grieta en nuestro yo, en nuestra identidad, en la herencia recibida, en la gramática con la que venimos bajo el brazo, todo ese determinismo que nos cerca (y aquí remitiría a Breve elogio de la errancia). Leer es desafiarnos a nosotros mismos, buscar la alteridad, otros relatos distintos a nuestro yo, no tanto para confortarnos como para conformarnos.

Los autores que Mèlich maneja, en entre otros muchos, son Cervantes y El Quijote, Flaubert y Madame Bovary, Kafka y La transformación, Nietzsche y Así habló Zaratustra, Cartarescu y Solenoide, Virginia Woolf y Las olas, Samuel Beckett y Esperando a Godot, Dostoievski y Los hermanos Karamazov, Descartes y El discurso del método, Freud y El malestar en la cultura, Jorge Semprún y La escritura y la vida

Estos autores no están para complacernos, la lectura de estos libros venerables (prefiere el autor esta denominación a la de clásicos) es posible que nos causen asombro, perplejidad, vértigo, incomprensión, aquello que al final creo que anda buscando todo lector que quiera seguir explorando los límites de su naturaleza. No, por tanto, la senda fácil de las respuestas de manual, las tramas previsibles, sino aquella lectura que va sembrando en nuestro ser finito la desazón, el desasosiego, la incertidumbre, la extrañeza, la semilla de la transformación, porque además de la condición lectora otro asunto clave en este libro es la metafísica, aquella que entiende el ser como algo inmutable, ajeno al devenir del tiempo, cuando precisamente lo que este libro nos pone a los ojos del entendimiento, capítulo a capítulo y hasta que cae el Telón (no de acero afortunadamente) es precisamente nuestra finitud, nuestra condición mortal, porque todos somos alimento para Saturno, somos el tiempo que nos queda, y es más fácil dejarse cegar por la luz blanquecina, por las respuestas balsámicas, que por la sombra en la que anida la duda, la interpretación, la incomprensión, el no saber, el viaje y no el final, el durante y no la resolución, el papel en blanco y no el examen de diez.

Mèlich está más interesado en la ética que en la metafísica, no le interesa el origen, por qué estamos aquí, sino para qué estamos aquí y ahí la ética regula nuestra forma de ser, de relacionarnos, de habitar en el mundo y todo esto me recuerda a un libro maravilloso que leí hace un tiempo, La resistencia íntima. Ensayo de una filosofía de la proximidad de Esquirol, el cual creo recordar que mentaba al filósofo lituano Levinas, que aquí también hace acto de presencia con su filosofía de la condición lectora, para quien el ser humano es un homo legens, y leer, una experiencia ética.

Habla Mèlich de la pedagogía actual en el capítulo La huella de los profesores en la que el profesor pierde presencia en el aula en favor de las nuevas tecnologías, cuando precisamente más allá de los contenidos que se pueden obtener de otras muchas maneras, lo que se está perdiendo es lo valioso que le ofrece al alumno una clase física, presencial, cuando el profesor habla y le tiembla la voz (no es un autómata), y se crea un atmósfera, que tiene que ver con el timbre de voz, la cadencia, y se evidencia la paciencia, la sensibilidad, la confianza del docente para con el alumno. Todo esto parece ir quedando poco a poco arrumbado. De la misma manera se recela de la lectura canónica, en la que alumno ha de leer e interesante lo leído de acuerdo a la interpretación canónica, algo que vulnera el acto de leer, que ha de implicar la particular interpretación que el lector extraiga de dicha lectura. Afirma el autor que se lee poco, y si se lee es para un fin, como la investigación, pero no hay la actitud que se requiere, pues no se debe leer bajo presión, pautado el leer por un horario, un objetivo, sino que hay que leer no bajo el yugo de cronos sino al amparo del kairós, buscando ese tiempo oportuno, justo, preciso, en el que la lectura toma posesión de ti y te hace mella y te traspasa o te coloniza e inclusa te transforma.

Tengo muy presentes libros nada superfluos que son objeto de frecuentas relecturas, como las Cartas a Lucilio de Séneca, los Ensayos de Montaigne y sé que tendré también muy presente en el futuro estos ensayos de Mèlich cuando las fuerzas me flaqueen y quiera recuperar mi certeza y confianza en lo incierto. Agradezco también que su lectura, además de hacerme mucho más llevadero (entendiéndolo como un continuo acicate intelectual) lo que llevamos de confinamiento, me haya estimulado a querer leer libros que tenía en casa desatendidos como Así habló Zaratustra, Los muertos, Las olas, El malestar en la cultura o El castillo.

Tusquets. 2019. 440 páginas

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Breve elogio de la errancia (Akira Mizubayashi)

Akira Mizubayashi hace en este ensayo un breve elogio de la errancia. El género ensayístico no deja de ser a su vez otra forma de errancia y tanteo.

Akira recurre al cine, la música, la literatura, a figuras como Kurosawa, Masaki Kobayashi, Natsume Soseki, Rousseau, Diderot, Rilke, Beethoven, Mozart…, para hablarnos de aquello que él entiende como errancia, apelando a la singularidad humana, y recuperando en su memoria momentos en los que determinadas personas ya sean profesores, alumnos o figuras familiares como su padre deciden enfrentarse al sistema, no como kamikazes dispuestos a inmolarse, sino como ciudadanos que se quieren libres y desoyen los dictados de regímenes totalitarios, y escuchan música a escondidas dentro de un armario, o aquel que está más dispuesto a acudir a una fuente termal que a preservar la foto del emperador en un colegio, como le tienen encomendado, o el soldado que está dispuesto a mejorar las condiciones de sus compañeros a pesar de las represalias, o el profesor (el propio Akira) que no está dispuesto a ejercer su posición de poder, como otros Gran profesores, para achantar y pisotear a otros compañeros.

Akira es consciente de que somos víctimas de un determinismo, en tanto que no elegimos dónde nacemos, tampoco a nuestros padres ni nuestra genealogía ni el país de nuestros orígenes étnicos o raciales, tampoco la época ni la fecha de nacimiento ni siquiera la lengua, a priori. Akira quiere huir de todo eso (con el escaso margen de actuación con el que cuenta), y lo hace sin moverse físicamente salvo sus breves estancias en Francia (esto me recuerda a lo que comentaba Hesse a su amigo Thomas Mann en su Correspondencia cuando el primero, al no poder salir de Alemania llevó a cabo una especie de exilio interior que fue su particular lucha contra el régimen totalitario nazi), y lo consigue en parte al adoptar otra lengua, la lengua francesa que pasa a ser para él la lengua paterna suya.

El libro ofrece detallados y sustanciosos comentarios sobre la obra de Kurosawa y en concreto de películas como Los siete samuráis en la que según Akira, su homónimo logra introducir en el imaginario político japonés cierta idea de República. Algo inaudito, ya que la idea de cuerpo estado-moral, es reemplazada por un cuerpo político que nace de la voluntad común de los individuos reunidos.

Akira traza las diferencias entre la cultura japonesa y la cultura francesa, y recurre para ello al significado de la palabra Okaerinasaï, para pasar a detallar lo difícil que le supone a cualquiera que no sea japonés formar parte de la cultura nipona, ya que los seres venidos de otra parte no tienen cabida en la misma. Si en Europa la sociedad política se presenta como el resultado de una decisión comunitaria y colectiva, como un conjunto de individuos reunidos, en Japón la comunidad nacional es más bien de esencia étnica en la medida en que está caracterizada por la permanencia y la pureza imaginarias de la sangre, nos dice Akira. Habla también de cómo la mentalidad nipona está marcada por lo presentista, solo interesa el ahora, y así se manifiesta por ejemplo esta fugacidad en la literatura a través de los haikus, sumado esto a un conformismo que mantiene en el poder a unos dirigentes que parecen empeñados en desmantelar los principios que inspiraron la Revolución Francesa de 1789, un pueblo que vuelve a votar a los mismos que propiciaron y evadieron cualquier responsabilidad en la catástrofe de Fukushima.

Akira se muestra desconcertado porque ve a su pueblo aletargado, con las conciencias adormecidas, entregado y dispuesto a integrar una “mayoría” sin oponer la menor resistencia ni espíritu crítico alguno. Y quizás de ese malestar surge este estupendo, errabundo y valeroso ensayo.

Gallo Nero. 2019. 143 páginas. Traducción de Mercedes Fernández Cuesta

Otras errancias | Primera silva de sombra

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La batalla de Occidente (Éric Vuillard)

Eric Vuillard es un escritor que captó mi interés hace años. Así irían desfilando por estos devaneos librescos la singular biografía de Buffalo Bill, El orden del día, 14 de julio, y ahora La batalla de Occidente, libro que data del año 2012 y que ha sido publicado por Tusquets y traducido con su habitual solvencia por Javier Albiñana.

El estilo de Vuillard, con esa mezcla de novela y ensayo, se mantiene en toda su producción literaria tanto como su reiterado acceso a la Historia, que va de lo general a lo particular, abordándola de forma oblicua y aquí panóptica, como quien maneja entre las manos un cubo de rubik y de cada uno de sus 27 cubitos extrae distintas historias que giran sobre el eje de la ironía y la crítica.

En La batalla de Occidente el autor galo fija su atención en la Primera Guerra Mundial, sin atormentar al lector con un sinfín de fechas, datos, personajes históricos, cifras, etcétera. En esto me recuerda al libro 14 de Echenoz, o a Marne de Edith Wharthon, que relataba dicha batalla casi in situ.

Los gerifaltes, los mariscales, los grandes empresarios, todos aquellos que ostentan el poder, son capaces de movilizar, patrocinar y visualizar los ejércitos sobre un tablero, y después a las masas sobre la tierra, para luego ésta anegarla con su sangre, la de los más de 20 millones de muertos durante la Primera Guerra Mundial, en el que los países se
acababan declarándose la guerra, cayendo en un bando u otro sin saber muy bien por qué. Montañas de huesos y calzados de muertos a las que habría que añadir luego los mutilados, los enfermos, las mujeres violadas, los muertos de hambre, los ajustes de cuentas, las ciudades arrasadas, los campos calcinados, la civilización hecha añicos. Destruirlo todo para luego reconstruirlo. Para repetir la barbarie de nuevo, con energías renovadas, apenas tres décadas después. El eterno retorno.

La guerra: la primera, la segunda y cualquier otra parecen ser solo la punta del iceberg, lo más espectacular, aquel número circense que abrasa las palmas de un público entregado, sediento, emocionado, perplejo, abismado, ensordecido.

El sangriento siglo XX irá perfeccionando la forma de matar el mayor número de gente en el menor tiempo posible (Hiroshima, la Shoah…) y de esto da cuenta Vuillard: este delirio técnico-científico tan mortífero. H.G. Wells en el libro de Lodge miraba en 1945 desde la ventana la llegada de los bombarderos alemanes con aquel prodigio de la destrucción, las V1 y V2 y similares que luego arrasarían Dresde y otras muchas ciudades.

La génesis del conflicto armado arranca con el asesinato del archiconocido Archiduque Franz Ferdinand en junio de 1914 para luego irse ramificando, transversalmente, narrando y siguiendo el despliegue de las distintas tropas sobre el terreno europeo: franceses y alemanes principalmente, las distintas tácticas militares puestas en práctica por los hunos y los otros, la ganancia alemana en el comienzo y su postrera perdición, convertido en un lobo acosado y vencido.

Vuillard levanta la mirada y se desplaza por la cinta transportadora de la historia, hasta la segunda guerra mundial, a los campos de concentración, sin olvidar la revolución rusa, el genocidio armenio a manos turcas, ambos acaecidos durante el transcurso de la primera guerra mundial, y acaba en los Estados Unidos, con aquellos magnates que fiarán a franceses, británicos y alemanes, financiando primero la guerra (armándolos a todos hasta los dientes) y luego la reconstrucción de la paz, con la bendita deuda.

Como en 14 de julio Vuillard nos acerca la historia de una manera desenfadada, irónica, «chapucera» llega a tildarla el autor, sin darle ninguna concesión épica a la guerra: fuente de sufrimiento para todos, sin importar los bandos, sacrificándose millones de vidas para obtener pírricas victorias.

Lo que Vuillard deja caer es que no parece que aprendamos mucho de nuestros errores y horrores. Viendo hoy los personajes que están al frente de los países más poderosos del mundo, Vuillard creo que no va nada desencaminado, cuando lo que se alienta es la desmemoria, la amnesia y el blanqueamiento, para poder seguir trazando un plan diabólico con la mínima resistencia y oposición.

Veremos qué nos depara el siglo XXI. De momento, entre las impacientes manos, un pandémico 2020 infausto.