Este poemario de la cartagenera Sara Martínez Navarro (Esdrújula Ediciones) más que al Memento mori del latín clásico, parece obedecer al Todo fluye, somos y no somos de Heraclito, a esa identidad que tanto nos cuesta definir, pues va cambiando, y entonces ¿cómo volver a lo que se ha sido?.
Aquí, a los 38 años, y en el medio camino de la vida, Sara dice habitar una vida tranquila cercana a la emoción. Y la escritura le permite volver la mirada a casa, a la raíz, a la vida sin pretensiones que llevan sus padres, para hablar impacientes bajo un sol estrellado. Es un amor filial que me trae ecos de Felizidad de Olga Novo.
¿Y es ese el punto de llegada, el anhelado destino? cuando el estudio, el saber, la cultura, vemos que no es totalizadora, porque leo: Lo que ellos saben (sus padres) yo lo desconozco.
Escribir es dar cuenta de países y ciudades, de huidas y regresos (algunos tristes, desabridos, como el de Ulises, que parece llegar a una fiesta cuando la música ya ha dejado de sonar y no queda nadie), y la pasión por los mapas, quizás sea la manera de retener el mundo a la escala de los ojos.
Escribir es afirmar la vida en cada verso, recorrer los desfiladeros del lenguaje, hollar en las palabras, adorar los prefijos, dar cuenta del amor sin desvelarnos la palabra secreta.
Y leer a Sara es contemplar emocionado la belleza de la palabra en sazón.