Hace algo más de seis años leí Matate, amor de Ariana Harwicz (Buenos Aires, 1977). Degenerado su última novela publicada recientemente creo que guarda relación estilística con la anterior.
A Ariana le gusta tensar la cuerda, llevar las cosas al límite, alimentar sus narraciones de delirio, irreverencia y sordidez. En Degenerado el protagonista es un hombre mayor al que le achacan la violación y asesinato de una menor en una aldea de Francia. El acusado se defiende ante el estrado, deja en suspenso cualquier moralidad, echa pestes de cómo se gestiona hoy el deseo (sexual), de forma penosa, maligna, perjudicial, según él y en sus pensamientos y reflexiones aborda temas como el incesto, la pederastia, la zoofilia, todo aquello censurado y reprobado por la sociedad y que él asume con la normalidad de un deseo que busca ser saciado de cualquier modo y manera, lo cual nos abocaría a una bestialidad en consonancia con la repulsiva portada de la novela.
Nada justifica nada, nos dice, pero de aquellos polvos estos lodos podemos pensar, pues todo viene de atrás, de la relación tormentosa con sus padres polacos; actos barbáricos de su progenitor, episodios incestuosos con su madre, su infancia como pianista truncada por partida doble, y luego la guerra, el desamparo, la vida nómada; ningún referente, ningún código, un crecer pisando espinas, un horizonte con la piel de concertinas, todo campo abierto, en definitiva, en el que abismarse y caer, como la lluvia ácida, al final, en Francia.
No cabe empatía con el atormentado narrador (que no parece necesitarla, basta con que no le chorreen con la animadversión ajena), con su desgracia o tragedia, si nos lo jalamos como si fuera un víctima -pues como tal se nos ofrece, como un inocente convertido en el chivo expiatorio de una sociedad enferma, desalmada e hipócrita-, pues se sitúa en un punto ciego, o en un bruma, en donde ésta no parece posible gestarse, ante un explicación densa, laberíntica, fragmentada, astillada, que convierte la lectura en un ir arrastrándose por la arena de una playa desierta, a duras penas (a pesar de que el libro son tan solo 124 páginas), siguiendo el soliloquio de alguien al que le cuelgan la etiqueta de monstruo y al que quieren ver socarrado en una silla eléctrica y al que parece interesarle más que proclamar su inocencia, arrojar luz sobre su vida, para así entenderla y entenderse. Sacándose así lustre como una pieza «defectuosa» más de nuestro infausto siglo XX.
Ariana Harwicz sigue metiendo en cada novela los dedos en los ojos del lector, hurgándole en todos sus orificios. Rimbaud gana, la caja pierde.
«Escribir no prueba nada del hombre que escribe. Lo que se escribe uno no lo escribe. Escribir no es vivir. Vivir no es nada.», nos dice su personaje. Me pregunto qué hay de Ariana en Matate, amor, La débil mental, Precoz, Degenerado. Quizás solo la mano de una de las escritoras de ficción para mí más sugerentes en la actualidad.
Anagrama. 2019. 124 páginas
Lecturas periféricas
Distancia de rescate de Samanta Schweblin (Buenos aires, 1978)
Seres queridos de Vera Giaconi (Montevideo, 1974)
Nefando de Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988)
Temporada de huracanes de Fernanda Melchor (Veracruz, 1982)
La condición animal de Valeria Correa Fiz (Rosario, 1971)
Fruta podrida de Lina Meruane (Santiago de Chile, 1970)
Wakolda de Lucía Puenzo (Buenos Aires, 1976)
La visita de Mariana Graciano (Rosario, 1982)
El matrimonio de los peces rojos de Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973)
La dimensión desconocida de Nona Fernández (Santiago de Chile, 1971)
La mucama de Omicunlé de Rita Indiana (Santo Domingo, 1977)
La perra de Pilar Quintana (Cali,1972)
Los mejores días de Magalí Etchebarne (Remedios de Escalada, 1983).