Sigo con la lectura de Fantasmas del escritor, que reúne las opiniones contundentes de Adolfo García Ortega. Traigo aquí uno de sus textos más interesantes titulado Sobre la crítica literaria, en el que Adolfo recoge las palabras de Diderot: El papel de un autor es un papel bastante vano; es el de un hombre que se cree capaz de dar lecciones al público. ¿Y el papel del crítico? El del crítico es mucho más vano aún; es el de un hombre que se que se cree capaz de dar lecciones al que se cree capaz de dárselas al público. También dice Diderot, quizá lo primero que ha de ser un crítico es buena persona, «hombre de bien». Luego Adolfo añade, «La crítica, los críticos, se creen en la potestad sacerdotal de consagrar una obra literaria, de hacer que exista y se haga visible, mediante la valoración y el juicio. Su función, sin embargo, no es requerida por nadie, dan una opinión sin que se les haya pedido y juzgan sin que haya necesidad de ello (sin que medie delito, en cierto modo). Solo los necios valoran su influencia«.
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Mejor la ausencia (Edurne Portela)
Me parece muy complicado abordar algo tan complejo como lo que sucedió en el País Vasco desde mediados de los años setenta del pasado siglo, hasta la primera década del siglo XXI en una novela. Edurne Portela (Santurce, 1974) que había publicado anteriormente el ensayo El eco de los disparos: Cultura y memoria de la violencia) lo intenta con Mejor la ausencia, su primera novela publicada hace tres meses, con una historia contada en dos partes: una que va del 79 al 92 y la otra con el regreso de Amaia a su tierra en 2009. La historia comienza con su final, con el cadáver de un hombre en la cama de un hotel, que no deja nota de suicidio pero sí unas cuantas llamadas perdidas a su hija Amaia, la misma voz que narra desde su infancia hasta la mayoría de edad.
El mundo lo vemos a través de sus ojos, los cuales levantan acta de una realidad (emplazada en un pueblo de la margen izquierda del Nervión) hosca, violenta, exacerbada, de una cronología dramática cuyos nutrientes son: una madre alcohólica, un padre ausente o intermitente y maltratador (y un txakurra para la comunidad, un traidor de la causa) un hermano drogadicto -o camello, como rezan las pintadas que le tributan en las paredes del inmueble donde vive-, otro borroka, otro que se llama Andana y se pira a Madrid a estudiar filosofía. El hermano drogadicto muere, el padre que no se desprende de sus “prontos” pasará de pegar a la madre a pegar a la hija, el hermano borroka acabará en la trena, Amaia irá creciendo y agostándose sola, desamparada, y encontrará algo de consuelo en los libros, coqueteará con las drogas y con nefastos escarceos sexuales y tendrá un cara a cara con su progenitora de dramáticas consecuencias.
Pero todo esto es la máscara, aquellas etiquetas que nos permiten abordar la novela grosso modo, la punta del iceberg, bajo la cual fluye el magma de la historia, el latido vital que brota con unos diálogos muy logrados que demuestran que Edurne tiene muy buen oído y permiten que sintamos a flor de piel la violencia, no solo la mortal del atentado, sino la violencia del maltrato filial, del desempleo, de la droga, de la ideología criminal y regresar también a los noventa y a las canciones de entonces de grupos como La Polla, Eskorbuto, Extremo, Kortatu…
En El retorno de Amaia, hija pródiga de recuerdos que querrá aquilatar en su escritura, es donde la autora se extiende más y donde las frases más cortas dan paso a largas parrafadas y creo que ahí la historia pierde fuelle, la narración se resiente y se enmaraña en un querer explicar las acciones del comienzo con las circunstancias que en mayor o menor medida explicarían o justificarían ciertas conductas del padre y de la madre, validando aquello de Gasset de que soy yo y mi circunstancia, cierto, pero también que si no la salvo a ella, no me salvo yo. Y esa es la clave, en qué medida me salgo del papel, hago trizas mi rol, y hago no lo que se supone que tengo que hacer, sino hago aquello que decido que quiero hacer, salvando así mi circunstancia, dejando de ser un títere y en qué medida ese posicionamiento era posible entonces, en aquella sociedad, cuando ante cada asesinato etarra, cada palada de tierra llevaba aparejada otras tantas de silencio, miedo, rabia e impotencia.
Y una curiosidad, ¿el libro cuya lectura abandona Amaia, es Todas las almas?
Palais de Justice (José Ángel Valente)
La pasión, el deseo, el sexo voraz, la sustracción al mundo circundante, la plenitud, la armonía, la monotonía, el tedio, la deslealtad, la amargura, el rencor, el odio, el divorcio. Entran entonces los jueces, los abogados, la acusación, la defensa, las coartadas, los testimonios falsos o no, la relación de pareja eviscerada, los sentimientos expuestos sobre una mesa camilla, analizados con ojos de forense y tras el fracaso de aquel amor que se quería para siempre, un odio, un resentimiento de la misma naturaleza.
José Ángel Valente refiere este paso del matrimonio al divorcio experimentado a mediados los ochenta y puesto negro sobre blanco roto y publicado completo en 2014, 14 años después de su muerte y lo hace con una prosa poética desgarradora, deudora del mundo griego clásico y toda su mitología, con momentos muy impactantes y también escatológicos pues la confesión arranca hablando de grandes capas de mierda sobre grandes capas de mierda, no tanto por lo que enuncian sino por lo que sugieren ya que bien nos pueden llevar a reflexionar sobre el impacto que la ley tiene en algo tan íntimo y tan personal como lo son el amor y el odio que dos personas se profesan en su intimidad.
Viendo el otro día Yo no soy Madame Bovary a una pareja que celebraba las bodas de oro les preguntaban cual era la clave del éxito.
Tolerancia, dijo él.
Tolerancia hasta que duela, dijo ella.
Así son Las cosas del querer(se), o no.
Párpados (Toni Quero)
En algo menos de cuarenta páginas, ya se nos desvela la historia que pesa sobre los protagonistas, sus devaneos amorosos, las heridas que se lamen, por qué razón están en el Delta del Ebro. Así buena parte del suspense e intriga que podría tener la novela se ha disipado a las primeras de cambio, en un afán por contar, tan explícito, que parece que las palabras, como tizones, queman y hubiera que soltarlas a toda prisa, cayendo en el papel, construyendo frases cortas, que dotan a la narración de fluidez y poco más.
Tiene lo suyo que un libro en el que los dos personajes, un chico y una chica, un fotógrafo y una pintora, pasen tras abandonar el Delta dos meses viajando por España, Francia, Bélgica, Alemania, Dinamarca y Suecia, resulte tan aburrido, cargante y plomizo. No le vamos a pedir a Toni Quero (Sabadell, 1978) que sea Bruce Chatwin o Patrick Leigh Fermor, pero sí que alimente su relato de algo de intriga, de emoción, de chicha.
La voz que narra, la de él, es totalmente insulsa, la de Duna, le va a la zaga. Personajes muy deslavazados los dos. Ambos repelen el conflicto, el diálogo. Como cuando vamos en un tren de alta velocidad mirando por la ventanilla, y todo pasa ante nuestros ojos de una manera tan rápida, que apenas podemos asimilar algo de lo que vemos, reducido todo a un escorzo, algo parecido me sucede con este libro, que no deja ningún poso, nada mencionable.
Los personajes que pululan por la novela, son todos ellos episódicos, aparecen y desaparecen sin pena ni gloria. No vemos cómo el viaje les afecta interiormente, solo que él se siente dolido porque ella le dejó (!malditos Erasmus!), le puso los cuernos, y luego tras un intento de suicidio volvió a él, como un segundo plato recalentado.
Como todo este viaje no les conduce a ninguna parte -ni a ellos ni al lector- al final hay que acabar de alguna manera y Toni opta por el golpe de efecto, esperado por otra parte, pues Duna como su nombre indica tiene una naturaleza tan volátil como etérea.
Galaxia Gutenberg. 2017. 220 páginas.