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Los últimos. Voces de la Laponia española

Los últimos. Voces de la Laponia española (Paco Cerdà)

Paco Cerdà (Génova, 1985) recorre una parte del territorio de 65.000 kilómetros cuadrados incrustado en la periferia de cinco comunidades autónomas españolas, que se extiende por diez provincias –Soria, Teruel, Guadalajara, Cuenca, Valencia, Castelló, Zaragoza, Burgos, Segovia y La Rioja– y agrupa a 1.355 municipios, con una densidad media de 7,34 habitantes por kilómetro cuadrado. La media en España es de 92.

Cerdà no abusa de las estadísticas, sino que utiliza los datos estrictamente necesarios para situar el problema de la despoblación. Luego, la clave está, creo, en hacer una buena selección de testimonios, allá donde recala, que nos permitan entender mejor lo que sucede en este vasto territorio, en la Serranía Celtibérica, al que el autor denomina la Laponia española, pues la densidad demográfica es similar en ambos territorios, aunque en el caso de Laponia esta población se mantiene estable, mientras que en España la despoblación acuciante es una herida abierta que dejaré el terreno exangüe. Muerto.

Dice Llamazares, el escritor, que hay libros que a uno le gustaría haber escrito. Se entiende, pues estas crónicas de Cerdá son los días anteriores, a aquellos a los que vivía Andrés, el protagonista de La lluvia amarilla, el último habitante de Ainielle. Un testimonio aquel desgarrador acerca de lo que suponía la muerte de un pueblo. En ese trance, en ese camino hacia la extinción, hay miles de pueblos en España, sin contar las 3.200 aldeas que ya han quedado vacías. Hay muchas causas que explicarían esta demotanasia –esta muerte lenta, inducida y pacífica de la población-, principalmente un sistema, político, económico y empresarial que prima las grandes ciudades en favor de las pequeñas, que favorece la estampida de la gente del pueblo hacia la ciudad –sin que haya relevo generacional-, y de los pueblos pequeños hacia otros más grandes. Pueblos en los que sin tener los servicios mínimos cubiertos, residir en ellos se convierte en un acto de heroísmo, de resistencia, como le sucede a los cuatro habitantes de El Collado, en La Rioja. Uno entiende que en el relato de la localidad de Sesga salgan a colación los maquis –que también recogía Llamazares en su espléndida novela Luna de lobos-.

Estamos de acuerdo en que a nadie se le puede imponer una vida rural, pero sería conveniente que aquel que quiera vivir en un pueblo, pequeño o grande, pueda hacerlo, y que las administraciones ayuden para que este anhelo sea algo posible y realizable. Esto no siempre es así, pues en el texto se ve cómo muchas familias acaban por dejar los pueblos cuando cierran las escuelas y deciden irse a otros lugares donde haya colegio, o donde las posibilidades de trabajar sean mayores que las que le ofrece el terruño.

El testimonio más enjundioso creo que lo ofrece Moisés, el prior del monasterio de Silos. Quizás porque tiene tiempo de sobra para reflexionar y ganas para hacerlo, sus palabras sobre el silencio, sobre la despersonalización, sobre el consumismo, sobre el sistema capitalista, explicarían mucho de lo que Cerdà trata de recoger en su libro. La pregunta crucial es si estamos progresando, no tanto económicamente –que está visto que no, ya que las desigualdades cada día son mayores- sino humanamente, porque quizás este despoblamiento físico, territorial, pueblo a pueblo, pienso, no sea otra cosa que la consecuencia razonable de nuestra forma de ser, de actuar, de pensar –o de no pensar-. En el texto se dice que en un pueblo cuando uno no es consumidor, ni productor, y encima supone un gasto –porque para la administración hacer carreteras para pueblos de cuatro habitantes, o mantener un colegio para cuatro niños -lo cual permitiría fijar a los vecinos al terreno- es tirar el dinero-, tiene todo los boletos para ser borrado del mapa. Y así es, así la demotanasia, avanza lentamente, pero sin detenerse.

A medida que uno lee, el espíritu crítico, si lo hay, obliga a hacerte algunas objeciones sobre lo leído, y lo bueno del texto es que enseguida Cerdà, consciente de esto, mete el dedo en la llaga, y busca dar respuesta a esas preguntas que a uno le pasan por la mente, mostrando al lector el mayor número de caras de una realidad icosaédrica; así un joven nos cuenta que la vida en un pueblo no es fácil, que tanta soledad y tanto silencio pueden abrumar y angustiar, que un pueblo, y esto me gusta, es como un amplificador emocional, es decir, que si estás bien, en un pueblo estarás muy bien, pero si que estás mal, en un pueblo estarás muy mal, pues no todos son capaces de lidiar con el silencio, con la calma densa, con ese ritmo acelerado que parece ya impreso en nuestro ADN.

Está por ver en qué medida las nuevas tecnologías serán capaces de ofrecer a la gente joven la posibilidad de buscarse la vida en su pueblo. Lo que el libro recoge es la experiencia de una pareja joven que puede trabajar desde su pueblo, pero siempre son más los que dejan el pueblo para ir a la ciudad que viceversa, así que la sangría sigue.
A su vez, como explica una responsable de Abraza la Tierra, ir a un pueblo, implica dejarse de ensoñaciones, ventilarse de ese aroma bucólico, idílico, que a menudo aureola lo rural y describe por ejemplo el chasco que supone para muchos mudarse a un pueblo, de la ciudad, a menudo no como un deseo, sino más bien como una necesidad de cambiar de aires, o simplemente una huida, y cómo luego en el pueblo ven que por muchas hectáreas que uno tenga ante sí, no tendrá ni una porción de tierra que cultivar porque todo tiene dueño.

Hacia la muerte lenta hacia la que se encaminan las escuelas rurales hay que sumar también el caso de los equipos de fútbol que se las ven y se las desean para poder seguir adelante en las categorías inferiores, toda vez que el público prefiere ver los partidos de futbol en su casa o en el bar, que en un campo de fútbol, donde hace frío, y/o lluvia y donde quizás no haya ni siquiera dónde sentarse.

Visto como un todo, lo que Cerdà hace con estas sentidas, y a ratos épicas, crónicas –con estas voces de estos Últimos, que no deben quedar acalladas-, no es tanto hablar de un despoblamiento físico –que es lo evidente, lo palmario, lo objetivo-, sino del devenir espiritual –el de almas que se vacían- el de una España que dejó de ser sólida para ser líquida, para ser corriente; ríos de gente que van a dar a la mar, el Mar Muerto que es la Demotanasia.

Pepitas de calabaza. 2017. 167 páginas.

Pepitas de calabaza

El desapercibido (Antonio Cabrera)

Los veraneantes de interior refutan a Heráclito

Antonio Cabrera

De la misma manera que algunos libros nos los meten por los ojos y parece ineludible sortearlos, otros, permanecen en las estanterías buscando un lector, y su préstamo bibliotecario se asemeja a sacar un cuerpo del depósito de cadáveres. Leer es entonces exhumar, o mejor, resucitar. Llegué a este libro por casualidad, recorriendo hileras de libros, hasta que el azar o el destino, lo puso -afortunadamente- en mis manos.

Antonio Cabrera, leo que da clases de filosofía, ha escrito unos cuantos libros de poesía, y leyendo la novela se aprecia su aprecio por la naturaleza.

El libro está compuesto por más de 90 fragmentos, bajo el aspecto de microcuentos, greguerías, poesía y prosas que fijan el interés del autor -o mejor- su mirada y los sentidos, en los paisajes en los que la vista se abisma; una mirada que registra en primera persona lo que ve, ya sean pájaros (oropéndolas, mirlos, urracas), níscalos, piedras; un mirar que registra los colores y los matices, la graduación del orto, del ocaso, de la noche.

Una mirada secundada por el tacto, por el trabajo de la piel, -frontera o cascarón- que sabe de cicatrices, de la erosión del tiempo, pero que no tiene memoria, y ahí es donde entra el autor, con sus recuerdos de la infancia y los tajos que una navaja deja en la piel, de la adultez a lomos de una vespa; una mirada agradecida hacia el pasado, pues como dice Antonio, ahí está lo que fuimos, mientras que el futuro, es algo muy parecido a lo de ahora, poco atractivo y promisorio.

Plantea asociaciones interesantes entre un trastero y la memoria, allá donde depositamos aquello que no necesitamos tener a mano, pero de lo que -como sucede con nuestros recuerdos, agradables o no- no queremos desprendernos pues son parte de nosotros.

Creo que -como le pasa al autor- a todos nos ha pasado alguna vez leer un aforismo mal, y luego comprobar que nos gusta más tal como lo hemos mal leído, que en su redacción original. Aforismos que a mí se me antojan en muchas ocasiones, materia prima para nuevos aforismos.

La filosofía impregna toda la narración, pero no una filosofía pontificante, sino una filosofía de la proximidad, de lo cotidiano, donde anida la duda, el titubeo, el quizás, el a lo mejor. Un ir contra lo establecido, contra esos axiomas repetidos sin pensar demasiado en ellos. Por eso, Canetti, Delfos, Píndaro, Séneca, es uno de mis textos preferidos del libro. O la constatación -en Conseguir– de que no vivimos en un círculo sino sobre una línea en avance, en avance sin más.

Hay prosas que son vasos comunicantes como Voces de este mundo -donde se quiere la soledad, acompañada por las voces de este mundo- y Nos salvamos, donde el mundo nos salva y nos libera de nuestra vida interior.

Otras muchas prosas se podrían agrupar al igual que hace el autor en Sobre la noche o Tacto, pues hay por ahí unas constantes que se mantienen sobre los despertares, las cosas, los paisajes. El autor habla de mirar, pero no lo evidente, sino de privilegiar lo escondido, lo oculto, algo parecido a desvelar, tal que reconoce por ejemplo el valor de la vid, del sarmiento tan ninguneado, de esos animales que como el armiño mejoran un cuadro Davincesco, una mirada trabajada y musculada, para un espectador activo para quien el mundo y la realidad son sorpresa y alimento.

La prosa de Antonio me resulta serena, cuidada, risueña (lean las Greguerías, o Un Koan) divertida, inteligente e interesante (lo referido a la Poesía es muy jugoso: La poesía manipula la realidad, pero no se le exige que la desentrañe. Nos da un conocimiento que solo ella puede darnos, un conocimiento raro: mejor cuanto meno explícito, poderoso cuanto más inseparable de su vehículo verbal), y a ratos balsámica. Creo que Libélula cifra bien el espíritu del autor. Donde otro escritor hubiera convertido la libélula en un relato gore y sangriento, Antonio lo resuelve de una manera más natural, nada forzada, pues así es este libro: sencillo, franco, ameno.

Libros como este son un buen antídoto contra la astenia, de todo tipo.

Pepitas de Calabaza. 2016. 172 páginas.

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El abismo se repuebla (Jaime Semprun)

Jaime Semprun (1946-2010), hijo de Jorge Semprún, escribió este ensayo en 1997, y casi 20 años después, lo que aquí se enuncia, lejos de mejorar, se ha agravado.

La pregunta que cabe hacerse leyendo este escenario apocalíptico -ese abismo del título hacia el que el mundo parece encaminarse- es. ¿Prometeo, quién te mando robar el fuego a los Dioses?.

Para Semprun la técnica es algo diabólico, deshumano, alienante. No hay nada bueno en ella, solo genera destrucción. La tecnología aliena, deshumaniza, despersonaliza, y en el caso de internet, evita el contacto humano presencial, propicia el aislamiento, mediante el surfeo, la navegación–y esto lo escribe hace 20 años cuando las redes sociales no existían-. Los vehículos, más allá de su función, son máquinas de matar y de matarnos.

Semprun que lo ve todo negro no se plantea ya eso de qué vamos a dejar a nuestros hijos, sino ¿a qué hijos?, como si esto se fuera a ir al garete de un día para otro.

Entre las cosas que Jaime enuncia, que sí me parecen interesantes son estas:

Hoy cada generación está marcada por un momento del consumo, por una fase de la técnica, por modas cretinizantes y universales: más que de cualquier otra cosa se es contemporáneo de ciertos productos de la industria y solo mediante la evocación de los recuerdos de telespectador se reconocerá la juventud común con la de los demás.

Esos que ahora se muestran especialmente vindicativos en la amnesia, con la identificación de la modernidad y el odio a la crítica.

Se habla acerca de cómo se va perdiendo cada día el sentido de la verdad, acerca de cómo es imposible distinguir la verdad de la mentira, de esos Filósofos a sueldo del estado, que lejos de criticar, reducen su función a justificarlo todo.

Habla Semprun de vidas inmediatas, presentistas, de humanos que viven de espaldas al pasado, individualistas, que buscan la satisfacción inmediata, lejos de un espíritu –ya anacrónico- que defienda el tesón, el esfuerzo, la memoria. Masas hedonistas, insaciables en su demanda de sensaciones nuevas, de experiencias, de novedades de toda clase. Humanos que en las drogas, hallan otra forma de alienarse, de fomentar su olvido, su desmemoria. De fondo las distopías Orwellianas, 1984 y El talón de hierro de Jack London.

Lo que hay según Semprun son sociedades de masas, homogéneas, alienadas, cuyo solaz es el ocio, el recreo, la cultura del entretenimiento inmediato, fugaz, episódico.
Se ve cómo el Estado pierde fuerza y su poder lo ocupan la mafia, las milicias, los señores de la guerra. La pobreza se condensa en la periferia, en los márgenes de la ciudad, donde anida el desencanto y la violencia, alimentando una bomba en potencia, que en el caso de París, cada cierto tiempo estalla.

Una sociedad a quien le preocupa poco el futuro, dado que todo es un ahora -la suma de momentos independientes-, y donde el pasado hay que dejarlo ahí, evitando así la continuidad y el análisis de lo que sucede, sus causas, sus consecuencias, que sí permitiría una continuidad temporal, y la búsqueda de un sentido. Habla también Semprun de la inutilidad y vacuidad de esas muestras de compadecimiento ante la desgracia ajena. Lo que hoy serían los refugiados, las víctimas de atentados terroristas, etc.

Para exponer sus argumentos y reflexiones Semprun emplea una prosa de guerrilla dialéctica que se adapta bien al desesperanzado escenario que describe, repartiendo tanto a la izquierda como a la derecha.

Pepitas de calabaza. 2016. 123 páginas. Traducción de Miguel Amorós y Tomás González López.

György Faludy

Días felices en el infierno (György Faludy)

La vida de György Faludy (1910-2006) fue, entre otras muchas cosas, azarosa, movida e intensa; el poeta húngaro cambió a menudo de escenario, en un marco histórico que comprende -de 1938 a 1953- los años previos a la segunda guerra mundial, la segunda guerra mundial y la posguerra.

Faludi deja Hungría acosado por demandas judiciales y ofensas a una potencia amiga y se exilia en Francia y permanece en París con su primera mujer desde finales del 1938 hasta junio de 1940, dieciocho meses en los que Faludy confiesa que no tuvo dinero ni para ir al peluquero, pero que le permiten conocer a otros exiliados de la talla de Ernö Lorsy. Ante el avance de los nazis y su inminente llegada a París deciden huir hacia el sur, hacia Biarritz, para luego desplazarse en un fatigoso viaje en barco hasta Marruecos.

La estancia de Faludy en Marruecos es un lapso de tiempo gozoso, donde se despoja de su moral, de su compromiso con el mundo en general y con la defensa de la Democracia en particular, liberado del dictado de un presente que a menudo ahoga, y se dedica a disfrutar de cada día, de los placeres que tiene a su alcance, de un ocio lenitivo. En Casablanca, en Tánger, Faludy descubre una vida más pura, más ingenua, más primitiva, dada a la indolencia, a la ociosidad, a los placeres carnales, donde lo que pasa allende las fronteras importa muy poco, donde Faludy siente su naturaleza vivificarse, dando rienda a su pasión, junto a Amar, con el que estará a un tris de mudarse a vivir al desierto. Las andanzas de Faludy por Marruecos -el espíritu del que el poeta se impregna-, me recuerda mucho a los personajes -mendigos y orgullosos- de Cossery -autor francés que también defendía a ultranza la ociosidad- que defendían la nobleza de su pobreza, confortados en su austeridad, en su falta de ambiciones materiales, en la defensa de algo más mundano como la conversación, sus tareas menestrales o el aletargamiento opiáceo.

La situación casi idílica que vive Faludy en Marruecos se ve dinamitada cuando se traslada en barco desde Marruecos a los Estados Unidos, a mediados de 1941, donde el capitalismo desmedido, la tecnificación cada día más exigente y un consumo convertido en una religión que ganaba adeptos cada día, lejos de seducirlo lo repelen, mientras él sigue anclado mentalmente en Marruecos, en las puestas de sol, en el ocio desmedido en la voluptuosidad física y espiritual de las que ha venido disfrutando durante el último año.

En Estados Unidos, el imperativo moral autoimpuesto le exige un compromiso que le llevará a fundar un periódico elaborado junto a sus compatriotas húngaros, y más tarde a alistarse en el Ejército americano, para embellecer su currículo, pues sería triste, dice Faludy, animar a defender la Democracia y la lucha contra el Fascismo y luego cruzarse de brazos cuando tiene la oportunidad de aportar su grano de arena en el desierto bélico. Su paso por la Guerra, no le acarrea ningún problema. Ya con la conciencia tranquila, aplacado su heroísmo de salón, decide volver -ya acabada la Segunda Guerra Mundial- a su país.

El regreso del hijo pródigo no es fácil. Faludy vuelve porque quiere ver a su madre de nuevo, pero todo lo que circunda a Faludy le desagrada y lo abate. Las heridas de la guerra siguen presentes en las calles, en las casas, flotando en el ambiente; Faludy ve disparos de bala en las paredes de su casa. Ve la biblioteca de su difunto padre -toda la familia de Faludy, salvo su madre han sido asesinados durante el conflicto bélico- y se pregunta desolado, si a eso se reduce la vida de un hombre: a un puñado de libros viejos sobre unas estanterías agujereadas.

Faludy no quiere comprometerse con ningún partido político, ni con el Partido Comunista Húngaro ni con el Partido Socialdemócrata, que se fusionarán en junio de 1948 dando lugar al Partido de los Trabajadores Húngaros.

El rechazo de Faludy hacia el comunismo lo expresa así:

Tenía la sensación de que algo de lo que había aprendido en mis clases de griego, de latín y de historia era la piedra angular de mi rechazo al comunismo. Cada vez que leía los textos o escuchaba los discursos de los jerarcas del régimen, las reglas precisas de la gramática latina me advertían de que los sujetos no concordaban con sus complementos, de que el empleo de los tiempos era a menudo incorrecto, de que el texto estaba plagado de impurezas. Impurezas no meramente formales, sino esenciales, porque el autor o el orador mentían con absoluto descaro, hasta acabar ahogados en sus propias mentiras. La poca lógica que había estudiado me inmunizaba contra sus argumentos, contra sus eslóganes, contra sus promesas, sus predicciones y estadísticas. El mundo grecolatino entero se alzaba como una requisitoria contra sus vidas pomposas, aburridas y angustiadas, desde sus incubadoras adornadas con retratos de Stalin hasta sus funerales profanos, donde el cadáver era menos que un pretexto para atacar a Truman en el discurso fúnebre. Vidas hechas de intriga y traición, tristes y desperdiciadas, llenas de historia desabridas de importada y nerviosa imposibilidad, carentes del más mínimo atisbo de honestidad, sensualidad, curiosidad, alegría o libertad. Sí, todo el mundo grecorromano se levantaba contra ellos, los cielos serenos de Homero, la sabiduría de Marco Aurelio, los idilios de Teócrito, los sepulcros del cementerio de Diphilon en Atenas, las eróticas de Catulo, los filósofos paseando por la Stoa Poikile; todo lo que había sido pensando, realizado, dicho o escrito en el mundo antiguo, incluso los frescos pornograficos y las maldicientes visibles aún en los muros de Pompeya.

Antes de esto el Ministerio del Interior pasa a ser del Partido Comunista y Faludy ve entonces cómo la AVO (Autoridad de Seguridad Estatal) va encarcelando a todos aquellos -no ya enemigos- sino poco entusiastas con el régimen, aniquilando toda oposición y sabe que él no tardará mucho en ir a la trena. Sus malos presagios se cumplen en 1949. En un país donde los presos no tienen ninguna garantía jurídica, donde se les detiene y después se les obliga a firmar confesiones -bajo amenaza de torturas- en las que los detenidos declaran ser traidores, lacayos imperialistas, espías, en resumen: enemigos del pueblo, queda expedito entonces el camino para conducirlos de las celdas o jaulas, al matadero, como si fueran reses o condenarlos a cadenas perpetuas o a trabajos forzosos.

A pesar de que Faludy no pierde el ánimo, el humor, ni la templanza -incluso en la celda valora la posibilidad de seguir ejerciendo su oficio de poeta y a falta de papel y lápiz escribirá sus poemas en su mente- lo que leemos es brutal, terrorífico, en la descripción de un régimen totalitario que reduce al ser humano a la nada más absoluta.

Tras su detención a Faludy no lo ejecutan, sino que es enviado a un campo de trabajos forzados. Allí lo que cuenta Faludy ya lo hemos leído en otros libros, pues la tragedia de éste es similar a la de todos aquellos que fueron internados en campos de concentración, de trabajos forzosos o de exterminio, ya fueran por los nazis o posteriormente por los comunistas. Ahí la naturaleza humana es pareja. Los carceleros son bestias y los detenidos, buscan la esperanza en cualquier parte, a fin de seguir peleando día a día y no desmoronarse, aunque su presente sea un infierno y el futuro muy magro. Faludy, a pesar de la brutalidad que lo circunda busca con su mirada los colores de las hojas, las copas de los árboles, todo aquello que suponga un soplo de aire fresco, en una atmósfera tóxica. Una mirada que se agosta al ver que los poco árboles que tienen a mano, son talados por ellos, para ser empleada la madera en el campo, dejando el paisaje cada vez más vacío: semilla de una mirada cada vez más estéril. Faludy escucha cosas tan increíbles que suceden en el campo que cree que no pueden ser menos que ciertas, dado que para concebirlas hubieran sido necesarias la penetración psicológica de Esquilo, la imaginación de Shakespeare, y la finura narrativa de Maupasant. Faludy experimenta una sensación de irrealidad. La manera de sobrevivir, pasa por conversar, por alimentarse de palabras, de mantener vivos los recuerdos. Así Faludy se entera de los motivos por los que esos hombres están allá confinados. En su mayoría por hechos absurdos, a saber, a Géza o Frente Frío del Norte lo detienen porque al dar el boletín meteorológico pronosticó «un frente frío desplazándose desde el nordeste con origen en la Unión Soviética«. Ese mismo día de la unión soviética vino una división soviética y Géza fue detenido. Otro pregunta en una reunión política si el Socialismo ya ha llegado o todavía va a ser peor y cae detenido.

El relato de Faludy no evade lo trágico, lo cruel, lo absurdo y la sinrazón en la que viven, pero es a su vez un canto a la humanidad, porque a fin de cuentas lo que le permite a Faludy salvar la vida, además de la buena suerte, es su templanza, su espíritu, su estoicismo, su empeño por mantener su dignidad, fortaleciendo su ánimo yendo al pasado y recordando, escribiendo poemas en su mente, compartiéndolos y leyéndolos a sus compañeros, forjando una amistad que es la que les une, hermana y sostiene en su tragedia común, en ese limbo en el que viven, en el que más allá de las ideologías todos se necesitan y a su manera se ayudan y se respetan. Cuando llega la noche Faludy y sus compañeros se juntan para hablar, porque son las palabras un alimento tan o más necesario que el pan, que las gachas, que la fécula que les mantiene al límite de sus fuerzas. Faludy es un resistente, pasan los meses, los años, y como dice ya en su final, hasta los propios guardas ya lo respetan, lo tratan como un animal de compañía al que se le coge cierto aprecio.

Faludy deja el campo en 1953 con un sensación amarga, porque sabe que irá caer en una democracia popular donde no tendrá ninguna libertad intelectual, que para él supone no tener ninguna libertad.

Faludy, haciendo gala de su humor socarrón titula su autobiografía Días felices en el infierno y donde otro hubiera puesto en la portada de su libro un alambre de espinos, o un barracón, Faludy, con su retranca, pone las casitas propias de una típica e ideal ciudad americana .

Dicen que la filosofía no sirve para nada. Dicen que la poesía no sirve para nada. Dicen. El caso es que a Faludy, la poesía, la palabra, le salvó la vida o le ayudó a mantenerla cada día.

Un testimonio el de Faludy muy necesario, una autobiografía espléndida, la que edita Pepitas&Pimentel con traducción de Alfonso Martínez Galilea. (less)