Archivo de la categoría: Malpaso Ediciones

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Patas de perro (Carlos Droguett)

Es esta un novela muy desasosegante. Hay elementos siempre escabrosos que sobre el papel nos revuelven. Leí hace poco El entenado y allí era el canibalismo. En este Patas de perro, Carlos Droguett (1912-1996), viaja al corazón de las tinieblas del alma humana y para ello vadea los márgenes de aquello que entendemos por normal. El título va referido a las Patas de perro, las que tiene Roberto desde su nacimiento, un ser mitad humano, mitad perro, si bien no sabemos qué porcentaje dar a cada uno (más allá de que a partir de la cintura adopte forma humana y de cintura para bajo aspecto de can), porque precisamente funciona como un todo, como una deformidad maestra. Toda la novela es una invitación a reflexionar acerca de aquello que consideramos normal y la tendencia muy humana a criticar y vilipendiar aquello que se sale de nuestro campo de visión, de los márgenes de nuestras entendederas, siempre muy limitadas. Así, Boby, el niño perro, o el perro niño, o Boby a secas, recibe el rechazo más o menos explícito de su padre alcohólico, de sus hermanos, del profesor Bonilla, en resumen, de casi todos aquellos que orbitan a su alrededor, para en mayor o menor medida, herirlo, ultrajarlo, hacerlo objeto de su escarnio; fruto de la estupidez y vileza ajena, quizás porque todos se miran en él y no se lo perdonan. Boby encuentra en Carlos su ángel de la guarda, dispuesto este a adoptarlo, con quien convivirá una temporada hasta que Boby desaparezca -tras su paso por el manicomio, por la perrera, por la cárcel, tras comprobar que lo que quiere y desea es habitar el mundo de los perros, no el de los humanos, toda vez que tras los recelos iniciales, los perros lo acepten, y lo consideren uno de los suyos, una vez que su incapacidad de compadecerse a sí mismo se ve superada por la autoafirmación de su ser- y sea entonces cuando se vea solo cuando Carlos nos refiera el tiempo que pasó con Boby, porque cree que escribiéndolo logrará echarlo de su vida, olvidarlo, labor inútil ya que a esas alturas Carlos es un puñado de ruinas. Nos cuesta mucho ponernos en el lugar de los otros, más aún si el otro es un niño habitado por un perro o viceversa, por lo que es muy posible que lo leído nos cause extrañeza, angustia, piedad, confusión, rechazo, repulsión; un turbión de sentimientos encontrados, ante la querencia de Boby por dormir en el suelo, buscando el aliento de la tierra, por comer carne cruda, no la preparada de los humanos; aquellas cosas que muestran su lado más animal. Un amor canino que otros escritores han explicitado: Tolstoi, Jack London, Thomas Mann, loando las cualidades del más humano de los animales. De hecho la novela es un alegato en defensa de los animales y de los perros en general, de tal manera que tras esta lectura uno los ve con otros ojos. La lectura la entiendo como un continuo interrogarnos sobre qué haríamos nosotros. ¿Seríamos la bondad de Carlos, la piedad del padre Escudero, la compañía del ciego Horacio (un ciego al que Boby recurre, porque su no visión supone el no juicio, y en cierta medida su aceptación, su no rechazo, la no agresión visual, que permite a Boby al menos temporalmente sustraerse a la alteridad inquisidora), o la malignidad del resto?. ¿Seríamos capaces de llevar nuestro convencimiento, determinación y proceder hasta las últimas consecuencias como hace Carlos, a quien acoger a Boby le supone perder a su pareja, no consumar su matrimonio, la imposibilidad de ser padre, o miraríamos hacia otra parte y dejaríamos hacer?. Boby es muchas cosas y ninguna, puede ser una monstruosidad perfecta, una atracción de feria, una máquina de hacer dinero merced a su físico, el saco de boxeo en el que los otros puedan depositar toda su ira y todas sus frustraciones, puede ser un enigma, un código cifrado, una agresión visual, un desafío a la inteligencia humana, el rey de los perros, una aberración, un desarreglo de la naturaleza, un desatino divino, puede ser y es muchas cosas, un todo complejo que Drogget trata de desentrañar mediante una prosa torrencial (me vienen ecos de Bernhard, por su machaconería y obsesión, por el empleo de palabras que se repiten, esos bucles rabiosos y aniquiladores), de una belleza descarnada, visceral, áspera, erizada; páginas que leídas atoran (estomagantes son, por ejemplo, las escenas del matadero o la presencia siempre pavorosa del teniente, con ecos de picanas, torturas, sangre), empachan, desasosiegan, donde el autor nos encara con largas parrafadas sin apenas páginas en blanco capítulos ni apeaderos, donde su lectura no nos brindará las plácidas vistas superficiales del snorkel, sino la vertical de las profundidades, lo oscuro e indómito de la literatura en apnea, que logra manumitirnos de las servidumbres de la tan en boga literatura perezosa y ociosa, tan banal y prescindible como fugaz. Leo en la novela:Y alégrate, alégrate sin alegría de que no todos los hombres escriben libros y de que no todos los libros sobreviven, porque hay hombres que no merecen vivir y libros que no merecían ser escritos… Esta novela (publicada en 1965) mereció la pena ser escrita y ahora leída. Plausible la reciente recuperación de la novela por Malpaso.

Tratado de la infidelidad

Tratado de la infidelidad (Julián Herbert y León Plascencia Ñol)

Me gustó la novela de Julián Herbert, Un mundo infiel. Este Tratado de la infidelidad, escrito junto a León Plascencia Ñol, suma de nueve relatos, por el contrario me ha decepcionado.

Si en aquella novela había algo visceral, que resultaba subyugante, y que dejaba con apetencia de seguir leyendo más, aquí, en esta distancia mínima en la que se mueven la mayoría de relatos, no encuentro la chispa, menos el fogonazo, y sí leo un prosa lúbrica e indolente, poco trabajada, que abunda en el sexo, explícito, de tal manera que no hay forma de zafarse de tanto culo en pompa, de nalgas duras, de tanta verga, de tanta eyaculación, de tanto ano negro, de pezones enhiestos, de clítoris palpitantes, de lolitas niponas, de boquitas carnívoras, porque aquí los humanos son maquinasdefollarbukowskianas, o de coger, que dicen por esas latitudes, y a mí eso me carga, me satura, porque lo que leo me parece banal, superficial (como ese tanteo sobre el dolor y el masoquismo), muy reiterativo; una sensación que no se alivia porque aparezca por allí mentado ni Richard Ford, ni Agamben, o esas máximas (metidas con calzador) que son mínimas, ni novias conceptuales o perfomancistas, porque precisamente estas resultan igual de banales, episódicas, fugaces. Todo lo que hay en esta novela, parece hecho para durar lo que dura un polvo, donde lo explícito anula cualquier intento de fantasear, de evocar, de sugerir, de meterte en el libro, en definitiva.

Se publicó en 2010 por la Dirección de Publicaciones de Conaculta, resultó premiado con el Premio Nacional de Cuento Agustín Yáñez, y ahora se edita en España, por la editorial Malpaso.

Un mundo infiel

Un mundo infiel (Julián Herbert)

Julián Herbert
Malpaso
2016
158 páginas

Digamos que escribir es abrir y cerrar paréntesis y meter dentro un puñado de vida al peso.

Julián Herbert abre los paréntesis con un párrafo que resulta tan ineludible como subyugante:

«La noche antes de que un tren le arrancara las piernas a Ernesto de la Cruz y Doc Moses soñara con un venado muerto y Plutarco Almanza tuviera la desgracia de toparse con el hombre de las botas grises, Guzmán se enderezó en la cama con una aureola de vértigo envolviéndole la cabeza».

Luego Herbert principia varias historias y cierra luego los paréntesis, dejando todas las historias inconclusas.

En esa pretendida y buscada indefinición reside la belleza de la novela; una novela violenta, seminal, brutal, infernal, donde el sexo y la muerte se reparten todo el tiempo de la narración, que nos cuenta cómo un custodio al resbalar de los vagones pierde las piernas y cómo la búsqueda de los miembros amputados se convierte en una aventura; cómo para celebrar su 30 cumpleaños Guzmán decidirá encamarse con una prostituta que hará la número 30 en su currículo amatorio, poniendo los cuernos a su mujer, que le devolverá la infidelidad haciendo lo propio con un conocido, en la fiesta al homenajeado a la que ésta no acude; cómo un doctor que mantiene una apasionada relación con su hija no logra descifrar algo de su pasado que lo atormenta con pesadillas nocturnas, mientras fantasea con llegar a matar; cómo el mejor amigo de Guzmán, El Mayor, no ve otra manera de salir al paso de sus problemas que sembrando el suelo de cadáveres.

Herbert crea una atmósfera enfermiza, salvaje, degradada, en ese territorio reseco y fronterizo entre México y los Estados Unidos y levanta un cercado sexual donde casi todas las mujeres no son otra cosa que prostitutas en quienes los machos saciar sus ansias.

«Lo bueno de Monterrey es que ahí uno siempre se consigue una chamaca…¿Qué habría sido de la Jacziri Yanet, con lo buena que estaba, tan buscona y caliente aunque fuera chiquilla? Como las de allá, pensó, las de Chilpo y también las de Cuaji, que a los catorce se ponen frondosas y jariosas y a los veinte ya están acedas como las cocas que se venden a la orilla del riel. Qué sabrosa la Yanet. Lástima que saliera embarazada. Como las gatas, carajo: apenas tienen tantito celo, y ahí está la camada. La casa llena de aullidos».

La única pega que le puedo poner a la novela, además de tener que estar mirando el diccionario a cada rato gracias a palabras como: troca, fondonga, cacarizos, alburear, joterías, guardapedos, cabús, zambutir, jarioso, mojarra, muino, felón, acedas, oquis, güerca, huizaches, bato, cintilar, aluzar, etc, es que me ha resultado muy corta.

Pablo Ramos
Malpaso

El origen de la tristeza (Pablo Ramos)

Pablo Ramos
Editorial Malpaso
168 páginas
2014

El origen de la tristeza dio comienzo a la trilogía que proseguiría con La ley de la ferocidad y concluyó con En cinco minutos levántate María. Si en esta última novela la voz cantante la llevaba en exclusiva María, en El origen de la tristeza, el protagonismo lo asume uno de sus hijos, Gabriel, que nos refiere su historia a tres tiempos.

-¿Estás bien? -me preguntó-.A mí me importa mucho lo que vos sentís, Gabriel.

Esto es lo que le pregunta María a su hijo al final de la novela. Y para mí es la clave de esta estupenda novela.

Gabriel tiene doce años, una madre que trata de suicidarse, un padre que ve como lo que viene de China echa a perder su negocio, una madre a la que adora y a quien quiere mostrar su cariño a través de un presente especial, tiene un hermano mayor con el que competir, una hermana que va a nacer y que de alguna manera lo desplazará de los afectos maternos, una abuela a la que detesta, unas hormonas disparadas que le impelen compulsivamente a masturbarse, una mina fijada en un póster, medio en cueros, de quien está prendado, y cuyo cadáver descubrirá en un cementerio oficiando de ayudante de su amigo Rolando; Gabriel tiene un barrio, que a su edad es todo su mundo, tiene varias profesoras, algunas jóvenes, que además de conocimientos, le proporcionan también pensamientos lúbricos con los que desahogarse, tiene amigos y una pandilla con la que vadear su día a día, amigos con quienes vivir experiencias como la del hurto de las damajuanas que sustanciarán su pasado cuando sea ya adulto, tiene un arroyo que cruza su barrio que un día arderá, y el fuego se llevará entonces algo físico y también una parte de él, tiene un amigo homosexual ante quien su propia bravuconería le resulta impostada y ridícula, tiene un amigo que muere en un robo y a quien le rellenan la mitad de la cabeza con algodón para mostrarlo presentable en el funeral, tiene ganas de llorar y la impotencia metida en el cuerpo, y tiene unos peces que pagarán el pato de su malestar, y va dejando de tener una infancia, porque se va distanciando de su niñez, porque empieza ya a tomar decisiones, y porque hecha ya añicos la férula materna, su madre, no verá ya en Gabriel a un niño, o no verá solo a un niño, sino a un adulto en potencia, y por eso su madre le pregunta si está bien, por eso quiere saber lo que su hijo siente, en ese momento en que la niñez ya no es tal, y todo se va volviendo cada vez más y más complicado.