1.
Concluyo Por el camino de Swann (con traducción de Pedro Salinas) y lo hago con ganas de seguir leyendo más. A pesar de lo que un amigo me comenta acerca de que según los entendidos en Proust no es necesario leer los siete volúmenes y se puede proceder a seleccionar algunos y desechar otros sin cometer un crimen. Veremos.
Lo que me resulta muy evidente es que Proust tiene la gran virtud, propia de los grandes escritores, de hacer interesante cualquier cosa que sea objeto de su pluma. Como un Rey Midas que todo lo que toca la convierte en oro, así Proust consigue dar vivacidad no solo a todo cuanto ve, escucha y lee, sino que en un ejercicio sisifiano de memoria, es capaz con virtuosismo y un detallismo extremo de contarnos durante cientos de páginas la relación, que, por ejemplo, mantienen Swann y Odette. Para Proust todo es literatura, así nos dice que el hecho de que algo de cuanto tiene ahí en mano en su realidad circundante le sea interesante o no, depende de que antes haya pasado por el tamiz de la literatura, es decir, que alguno de sus escritores favoritos haya incidido sobre ese paisaje, cuadro o campanario, viendo así acrecer su interés.
De hecho el narrador, el propio Proust, dedica sus días a la lectura y la contemplación, desde su más corta edad. Mediante continuas comparaciones Proust, logra que su prosa no resulte plomiza, sino vivaz y muy interesante, en las continuas observaciones, reflexiones y pensamientos que le asaltan en esa guerra sin cuartel que es echar mano de la memoria y traer al presente el pasado literaturizado.
2.
Si en la primera parte, Por el camino de Swann, la mayor parte de la narración consistía en exponer la relación que se traían Swann y Odette, en este volumen, en A la sombra de las muchachas en flor, Proust, en su ejercicio de memoria, nos sitúa en la costa normanda, en el puerto-balneario ficticio de Balbec, frente a una playa. El amor se filtra en su vida, primero de la mano de Gilberta, la hija de Swann (por lo que este, de manera indirecta, vuelve a estar presente) y más tarde a través de un grupo de chiquillas, una bandada, de la que queda prendido. Dos mujeres son centro de su atención: Andrea y Albertina. Otras mujeres, de más avanzada edad, como Madame de Villaparisis, amiga de su abuela, también tiene un peso importante en la historia. Como en el primer volumen, la narración avanza, o mejor, se desarrolla, a través de continuas metáforas, de un rico y voluptuoso lenguaje con el que Proust se demora y retroalimenta, con el que trata de describir, hasta el agotamiento, la mella que en él hará el amor. No importa tanto la mujer que le proporcione y suma en ese estado amoroso, como el estado en sí, algo para él inédito que quiere disfrutar en su totalidad, a sabiendas de que el reverso del amor es sufrimiento, el desvelo, los comezones.
Hay también figuras masculinas alrededor del narrador, como el pintor Elstir, o Robert, el sobrino de Madame de Villaparisis.
El ambiente en el que se mueve el narrador es de la aristocracia, el de la burguesía almidonada, cuyo tiempo es empleado en fiestas, recepciones y comidas, que tan bien describe Proust, no sin cierta ironía, pues no parece que todo aquel ambiente de alto copete, aquel “cogollito” que tan bien conoce y detalla, sea muy de su agrado. Las clases medias permean en la historia a través de la figura de Francisca, la ama de llaves del narrador.
Pero aquí la memoria tiñe el recuerdo de un peso ligero, apenas grave, dulzón y romántico, casi un arrullo, pues lo que Proust narra ni corta ni rasguña, más bien se me antoja como una delicada, dulce y suave melodía que podemos tararear entre dientes, un día soleado, caminando bajo la sombra de los árboles, admirándonos de la belleza de la Naturaleza circundante, expectante ante lo que el porvenir tenga a bien poner en nuestro camino. 1100 páginas leídas y sigo avanzando por este camino con El mundo de Guermantes, tercer volumen de esta heptalogía memorística. No obstante, he de concluir diciendo que disfruté más del primer volumen, quizás por lo que este tenía de novedad.
3.
El mundo de Guermantes, tercera parte de la heptalogía, Proust se desparrama durante 737 páginas. No encontramos un alud de personajes como en La Comedia humana de Balzac o en los episodios galdosianos. En el empeño del francés por crear un universo narrativo (el título no es casual), los ladrillos son las secuencias interminables, con descripciones sin final, en las que nos irá describiendo el ambiente de la alta sociedad, la aristocracia encopetada en la que se mueve, donde no faltan los dimes y diretes, los chascarrillos, las bromas privadas y públicas, las envidias, rencillas y condescendencias; mundo al que el lector (yo) asiste unas veces más animado y otras más aburrido (me ha resultado este volumen el más flojo de la saga), cuando ve lo distante que queda todo ese ambiente -de ágapes, bailes en los salones (ya sea el de Villaparisis o el de la duquesa de Guermantes), clanes familiares y genealogías heráldicas que tan bien vivisecciona Proust- del suyo propio.
Hay en las páginas también espacio para que se infiltre en ellas la tragedia, con la muerte de la abuela o la enfermedad del escritor Bergotte.
Parece resultar necesario ese recorrido y extensión, ese acarreo enfermizo de palabras para tratar de describir, de descubrir, de apresar, o de aprehender todo un mundo, a través de las palabras (el cemento con el que Proust erige su edificio; el mortero va a cuenta del lector), en el ejercicio memorístico monumental que Proust lleva a cabo, porque de cada detalle, pensamiento, gesto o afirmación son páginas y páginas con las que Proust quiere hacernos partícipes de su intimidad con toda la minuciosidad de la que es capaz. Y es mucha.
Hay lecturas que uno consuma por fuerza de la voluntad e incluso en contra de la misma. Lecturas autoimpuestas. ¿Les suena?
4.
En Sodoma y Gomorra, en el título vemos evidentes referencias bíblicas, nos aboca a la exploración que Marcel Proust hará tanto de la homosexualidad (Sodoma; raza sobre la cual pesa una maldición y que tiene que vivir la mentira y el perjuicio, pues sabe que se considera punible y vergonzoso, por inconfesable, su deseo, ese deseo que constituye para toda criatura el mayor gozo de vivir), mediante su personaje el barón de Charlus, hermano del príncipe de Guermantes (pretendiendo primero al chalequero Jupien y más tarde al violinista Morel), como del lesbianismo (Gomorra), merced a Albertina -practicante del Safismo (lesbianismo entendido aquí como un vicio, y como tal reprobable)- la novia del narrador.
El caso Dreyfus sigue coleando, dividiendo las opiniones a favor y en contra; juicio personal que supone asimismo otro acerca de los judíos.
El estilo de Proust se mantiene inalterable. Trabajando al detalle cada secuencia, extenuando al lector con el análisis minucioso de la aristocracia que tan bien conoce.
Lo explica bien el traductor Mauro Armiño (responsable de la traducción de la editorial el paseo):
Lo que hace Proust es que, dando vueltas y vueltas por los recovecos, al final dices, pero si esto me pasó a mí, pero no me fijé. Pues él se fija y estuvo años y años sacando matices de todo lo que pensamos y hacemos o dejamos de hacer.
Leo:
…Guermantes y no a Luis el Gordo, su hermano consanguíneo pero segundón; en tiempo de Luis XIV, guardamos luto por la muerte de Monsieur, por tener la misma abuela que el rey. Aunque muy por debajo de los Guermantes, se puede citar a los La Trémoïlle, descendientes de los reyes de Nápoles de los condes de Poitiers; a los Uzès, poco antiguos como familia, pero los más antiguos como pares; a los Luynes, muy recientes, pero con el lustre de las grandes alianzas; a los Choiseul, a los Harcourt, a los La Rochefoucauld. Agregue también a los Noailles, a pesar del conde de Toulouse, a los Montesquiou, a los Castellane, y, salvo olvido, a nadie más. En cuanto a todos esos señoretes que se llaman marqueses de Cambremerde o de Vatefairefiche, entre ellos y el último soldado raso del regimiento de usted no hay ninguna diferencia. Lo mismo da ir a hacer pipí a casa de la condesa Caca que ir a hacer caca a casa de la baronesa Pipí: en uno y otro caso es comprometer la propia reputación y usar como papel higiénico un trapo sucio, lo que no está bien.
Como sus comidas y estancias en la casa de la duquesa de Guermantes. Aquí el enfrentamiento es entre la duquesa Cambremer y madame Verdurin. Arrendadora y arrendataria. El pintor Ski reemplaza a otro, Elstir, en las preferencias del «cogollito», en especial de Madame Verdurin.
Saludo con alegría los apuntes etimológicos de Brichot, que por otra parte, según el narrador desvelan el misterio, en favor del conocimiento, sobre el origen de las palabras.
El narrador sigue en su tira y afloja con Bloch, con Saint-Loup. Presentes los celos cuando Albertina anda por medio. Curiosamente parte de la novela transcurre en los vagones de tren en los que se desplaza el narrador camino de sus encuentros sociales. Ha lugar para la aparición de personajes misteriosos como la princesa Sherbatoff. Y la modernidad se filtra mediante la presencia del automóvil que permite abolir las distancias y recorrer en un día distancias hasta ese momento inconcebibles.
La presencia de Swann es episódica (como la de Odette, su hija Gilberta o Francisca, la ama de llaves), sumido este en el estado terminal de su enfermedad. La muerte de la abuela, contada en la novela anterior, parece desplegar aquí sus efectos al tomar el narrador conciencia de ella.
El narrador pasea con Madame Villaparisis (tía de Sant-Loup), se enamora de Andrea, pero a tenor de cómo concluye la novela todo parece ir encaminado a una posible boda entre el narrador y Albertina.
Uno de los escenarios de la novela es Balbec, ciudad balnearia imaginaria , a la cual regresa.
No faltan los apuntes literarios, las menciones a Balzac a Chateubriand y sus obras, autores aquí encarecidos. Asimismo a obras de deliciosa lectura como Las mil y una noches.
5.
La novela La prisionera, continua donde finalizaba la anterior, pero ahora ya no nos encontramos en Balbec sino en París. A un piso de la capital se ha trasladado el narrador junto a Albertina. Parece que había vientos de boda, pero todo parece atender a una tapadera, dado que el narrador no está enamorado de Albertina -si bien se entregan a los placeres carnales-, aunque sigue elucubrando -consecuencia de unos celos sin motivación- acerca de si Albertina siente predilección por las mujeres.
No parece querer renunciar el narrador a los goces de la soledad y tener entonces a mano y continuamente la presencia de Albertina.
«Es terrible tener la vida de otra persona atada a la propia como quien lleva una bomba que no puede soltar sin cometer un crimen».
Se repiten los personajes: el Barón Charlus, Morel y Jupien, la duquesa de Guermantes, Andrea -la amiga de Albertina- Odette, a la que el narrador pide consejo en materia del vestir, y cómo no: el caso Dreyfus, que supone la mirada del narrador hacia el exterior, allende los salones donde concilian sus existencias la burguesía y la adocenada aristocracia.
Si la disertación del tercer volumen versaba sobre Sodoma y Gomorra, es decir sobre la homosexualidad (Sodoma; ha desaparecido (la homosexualidad), que sólo sobrevive y se multiplica la involuntaria, la nerviosa, la que se oculta a los demás y se disfraza a sí misma), explicitado en la figura del Barón de Charlus y muy menormente sobre el presunto (el narrador cree que puede haberse equivocado acerca de sus «instintos viciosos») lesbianismo de Albertina (Gomorra), aquí Proust se explaya acerca de la naturaleza del veneno de los celos y el amor entre los amantes, en una continua y minuciosa labor de introspección.
Mueren en este volumen el escritor Bergotte, la princesa Sherbatoff, también Swann (exquisito conversador), al que en el libro anterior se nos presentaba gravemente enfermo; una muerte predicha la suya. Morel rompe con la sobrina de Jupien. Hay disertaciones sobre el arte musical, en particular sobre la Sonata de Vinteuil o acerca de la obra de Wagner:
«Me daba cuenta de todo lo que hay de real en la obra de Wagner, al ver esos temas insistentes y fugaces que visitan un acto, que no se alejan sino para volver, y, lejanos a veces, adormecidos, desprendidos casi, en otros momentos, sin dejar de ser vagos, son tan apremiantes y tan próximos, tan internos, tan orgánicos que dijérase la reincidencia de una neuralgia más que de un motivo».
O bien, otras reflexiones más generales sobre la música:
«Me preguntaba si no sería la música el ejemplo único de lo que hubiera podido ser la comunicación de las almas de no haberse inventado el lenguaje, la formación de las palabras, el análisis de las ideas».
Menudean los apuntes literarios. Recurrente es el libro Las mil y una noches, que el narrador lee constantemente. Y a quien le hubiera gustado ser un personaje más del libro de marras. Anotaciones sobre Dostoievski y obras suyas como Los hermanos Karamázov:
«¡qué bien revelan aspectos verdaderos del alma humana! Lo que me fastidia es la manera solemne con que se habla y se escribe sobre Dostoyevski».
Y también sobre Tolstoi:
«Y en Dostoyevski hay concentrado, todavía contraído y gruñón, mucho de lo que se desarrollará en Tolstói».
Madame Verdurin, en el ajuste de cuentas, reconvenciones, y trapacerías en las que erige su existencia y dilapida su tiempo, pondrá en evidencia a monsieur Charlus, logrando que Morel rompa con él.
El narrador se cree dueño del destino de Albertina, su prisionera, y rompe con ella ficticiamente, para al mismo tiempo prorrogar la convivencia otras semanas más.
Solo se ama lo que no se posee por entero, dice el narrador.
En este caso no parece que medie amor alguno entre Albertina y Marcel, parece más bien un juego, un pasatiempo del narrador, al que le sale el tiro por la culata, porque inopinadamente, un buen día -al final de la novela- Albertina, levantará el vuelo, dejando una carta de despedida en su ausencia.
No es la filosofía un asunto relevante en la novela. Apenas algún apunte sobre el sentido común de Descartes o alguna mención a la Crítica de la razón práctica de Kant.
¿Qué pasa en En busca del tiempo perdido? Pasar, pasa poco. La novela, la saga, en general, supone un atentado contra la idea de velocidad y el ritmo frenético tan en boga hoy en día. Es una lectura que ha de tomarse como un fluir demorado, como la imagen que nos devuelve la corriente de un río convertida en una lámina, cuya aparente densidad nos hurta la sensación de movimiento.
Imaginen asimismo un pantalla de móvil y en una ella una foto. Con dos dedos, índice y pulgar vamos dilatando la imagen para advertir detalles que habíamos pasado por alto. La lectura supone echar mano de ese microscopio.
6.
«La fugitiva» o también «Albertina desaparecida«. Acababa La prisionera con Albertina dándose a la fuga, sin avisar. Ahora, en «La fugitiva«, se impone la ausencia de la fugada.
Proust que es muy capaz de analizar un pensamiento o un sentimiento durante trescientas páginas, aborda aquí la situación en la que se queda el narrador. Ahora que Albertina no está, la echa de menos y trata de formularse la naturaleza del amor que hacía ella creía sentir, para recorrer (rememorar) los tiempos pasados juntos, a revestirlos de esa sustancia pegajosa que es la melancolía.
Cuando Albertina desaparece el narrador siguen dándole vueltas al tema de los celos, a cómo afrentar los supuestos devaneos de Albertina (su querer hacia otras mujeres), que Andrea -amiga del narrador y a quien este volverá a frecuentar tras la muerte de Albertina- le confirmará.
De nuevo el flujo de conciencia toma la primera mitad del libro, con un caudal inagotable de pensamientos y sensaciones que el narrador necesita infligirse y evacuar para poder arrostrar la pérdida y la ausencia. Y a pesar de tamaña labor de introspección, me resulta todo muy literario pero escasamente conmovedor, pues hay mucha psicología pero muy escasa emoción. Al menos así lo he leído, con mucho distanciamiento cuando lo leído se me antoja absurdo de todo punto de vista.
El narrador ha tenido a Albertina retenida, oculta a los ojos de los demás, preocupado este no por hacerla feliz, sino por erigirse en su amo y señor, privándola de sus deseos (desviaciones para su captor), y cuando Albertina se va, en lugar de afrontar el narrador que lo que ha hecho ha sido una patochada, sigue construyendo castillos en el aire, buscando a otras mujeres que mantuvieron relaciones con Albertina, como Andrea, para de esa manera ¿recuperarla?.
En un momento determinado el narrador recibe una carta de Albertina en la que le avisa de que ha sufrido un accidente montando a caballo. La da por muerta. La pérdida deviene definitiva. Luego, más adelante, recibe otra carta en el que le hace saber que está viva y que desea regresar. El narrador sigue en sus trece, la da por muerta y abunda en la idea de olvidarla. Parece Proust empeñado en tratar unos temas determinados, sean los celos, el olvido, la ausencia, la memoria, y hace casar los temas aunque chirríen y no casen con la realidad. De alguna manera parece que quisiera compararse con Swann, sufrir los mismos celos que este experimentó con Odette, pero en su caso resultan artificiales, impostados.
Saldrá el narrador por un momento de su ensimismamiento y con su madre se marcha unos días a Venecia (viaje proyectado y deseado hace mucho tiempo)
«Y de este modo los paseos, aun los simples paseos para hacer visitas y doblar tarjetas, eran triples y únicos en Venecia, donde las simples idas y venidas mundanas toman al mismo tiempo la forma y el encanto de una visita a un museo y de una excursión por mar».
A su regreso de Venecia el relato da cuenta de dos bodas. Por una parte Saint-Loup, el amigo del narrador se desposa con Gilberta, la hija de Swann y Odette; por otra: la boda de la sobrina de Jupien con el sobrino de Legrandin.
Hay ecos en este novela también de Gomorra, pues Gilberta descubre que a su marido no le gustan todas las mujeres, sino ninguna. Al igual que a su tío Monsieur de Charlus le gustan los hombres. El narrador sigue identificando a los homosexuales por su voz, por sus maneras afeminadas; una herencia maldita, una tara, leemos.
A mi parecer, este es el libro más flojo de los seis de la saga, leídos hasta el momento.
7.
En el último volumen de la saga, El tiempo recobrado, el narrador vuelve al salón de madame Verdurin. Y lo hace a través de la narración de los hermanos Goncourt, recogida en sus Diarios. Ofrece así otro punto de vista al de Proust. No parece que esas figuras que encarecen los Goncourt sean tales, una vez medie la intimidad y así le sucede al narrador al leer cómo se alababan ciertas personas que no deberían ser objeto de alabanza.
Me recuerda la canción de Los Secretos: pero cómo explicar que me vuelvo vulgar al bajarme de cada escenario.
Si los hechos históricos apenas permean la narración más allá de caso Dreyfus, en este último volumen nos encontramos insertos en la primera guerra mundial y aunque al narrador le parezca mentira que a una sola hora en coche de París se esté librando una guerra y en su «gran mundo» sigan viviendo a cuerpo de rey, las malas noticias también vienen del frente; se sabe la cantidad de vidas jóvenes que la guerra está segando, como las de los 600.000 alemanes muertos en la batalla de Méséglise, y llevándolo al terreno particular, Roberto, el amigo del narrador, que aquí tiene mucho peso, morirá en el frente. Mejor suerte correrá Morel, que volverá del frente con una cruz de guerra.
Presente, otra vez, monsieur de Charlus, cuyo deterioro físico se hará visible, porque aquí uno de los personajes principales es el Tiempo. El mismo que el narrador se empecina con sus resucitaciones de memoria, en recuperar o recobrar, como si su ser fuera una mina a cielo abierto, cuya extracción de sí mismo, en un aluvión de recuerdos fuese su último empeño y también su legado.
Si Boecio recurría a la escritura, a la filosofía y a Dios para obtener un consuelo en sus últimas horas antes de morir, Proust, enfermo los últimos años de su vida, necesita de todo este lenguaje para crear un universo que pueda habitar y recorrer, buscando la esencia de las cosas, fuera del tiempo.
Y Proust piensa mucho aquí en su escritura:
me daba cuenta de que ese libro esencial, el único libro verdadero, un gran escritor no tiene que inventarlo en el sentido corriente, porque ya existe en cada uno de nosotros, no tiene más que traducirlo. El deber y el trabajo de un escritor son el deber y el trabajo de un traductor.
Para el escritor, el estilo es como el color para el pintor, una cuestión no de técnica, sino de visión.
Los verdaderos libros deben ser hijos no de la plena luz y de la charla, sino de la oscuridad y del silencio.
La obra del escritor no es más que una especie de instrumento óptico que ofrece al lector para permitirle discernir lo que, sin ese libro, no hubiera podido ver en sí mismo.
Volviendo al Tiempo, las reminiscencias en cuanto a la magdalena en la infusión de té, para el narrador son equivalentes a las que pueden encontrar en las Memorias de ultratumba, o en Sylvie de Gérard de Nérval. También en la obra de Baudelaire.
Decía que Roberto ocupa aquí un papel relevante, y también el narrador recupera la figura de Rachel, una de sus novias y la relación que está mantiene con Berma, la actriz de la que el narrador, entonces un crío, se quedaba prendado en El camino de Swann.
Si morir es ir apagando las luces en nuestro interior, como si de una casa se tratase, y próximamente vacía, así el narrador ya al final se plantea escribir una obra, que ya estaba escrita, después de 3743 páginas de texto bien apretado, y piensa en el rostro de su madre en el beso de buenas noches que anhela y no llega y así el círculo se cierra y el final es el comienzo.
Seis meses en compañía de Proust. No ha sido tiempo perdido, pero dudo que haya dejado en mí la semilla de la relectura.
Con algunos libros tenemos la posibilidad de leer distintas traducciones, como sucede con En busca del tiempo perdido.
En la edición de Alianza (es la que he manejado en mi lectura) Pedro Salinas tradujo los dos primeros volúmenes. El tercero lo hizo Pedro junto a José María Quiroga Pla. El cuarto, quinto, sexto y séptimo corrieron a cargo de Consuelo Berges. Valdemar en el año 2000 hizo la traducción completa obra de Mauro Armiño en tres volúmenes.
Lumen hizo lo propio contando con Carlos Manzano como traductor, en los siete volúmenes.
La editorial El paseo, ha editado ahora los dos primeros tomos de la heptalogía con traducción de Mauro Armiño.
Y Alba, en esa edición de lujo que es Alba Clásica Maior, ha publicado los dos primeros tomos en un solo volumen con traducción de María Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego. Traducciones por tanto en curso que desconocemos el recorrido que tendrán, pero que sería bueno llegasen a buen puerto, de cara a ofrecer la traducción de toda la saga completa.
Los últimos tres tomos de la heptalogía: La prisionera, La fugitiva y El tiempo recobrado fueron publicados póstumamente.