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Mandíbula (Mónica Ojeda)

La ecuatoriana Mónica Ojeda (Guayaquil, Ecuador,1988) me enganchó con Nefando, su anterior novela, con una temática que sustanciaba muy bien el término que daba título a la misma. Allá era un videojuego con humanos, aquí son los Creepypastas. Algo había oído de los mismas, en relación a un juego, La ballena azul, que al parecer se hizo viral no hace mucho entre los adolescentes y donde acababa el juego con el suicidio de los jóvenes.

Ojeda se acerca aquí al terror desde un punto de vista intelectivo y arma un ensayo (ahí está la redacción de Annelise, el Dios Blanco, la ontología del miedo) con hechuras de novela, en la que una profesora secuestra a una joven para “darle una lección” a una de sus alumnas, Fernanda, de quien iremos leyendo previamente sus testimonios ante un psicoanalista con el que trata de superar lo que hizo de niña. Testimonios abonados de palabras en inglés que no parecen venir mucho a cuento. Ese el principio, luego la historia irá dando saltos atrás y volviendo de nuevo al presente. Conocemos así mejor la personalidad atormentada de la profesora, Clara, sus ataques de pánico y ansiedad, su empeño enfermizo por canibalizar o vampirizar a su madre (por esos apegos feroces que devienen enfermizos, esas relaciones madre-hija tortuosas, donde desnacerse a veces acaba convirtiéndose en la única razón de (no) ser de los alumbrados) torturada por su columna deforme, por reemplazarla físicamente tras su muerte, por convertirse en un calco de la misma, replicando también su actividad laboral, pues Clara se mete voluntariamente en la boca del lobo (sin sustraerse a esas sensaciones previas a las clases en la que la adrenalina bate en los corazones con la misma fuerza que en los de los corredores de los Sanfermines) y a pesar de sus problemas mentales decide ser docente y enfrentarse a adolescentes (las cuales han de arrostrar esa sensación permanente de adolecer, agravada con su metamorfosis corporal diaria, como el horizonte menstrual en el caso de estas jóvenes) para quienes ella pasará a ser objeto de todas las miradas, afrentas, ataques, más o menos velados e incluso de un secuestro (y su retahíla de vejaciones) por parte de dos alumnas, en un centro anterior, que la dejará tocada de por vida. El centro donde imparte clases ahora Clara pertenece al Opus, y la religión marca una represión no solo sexual, en la que una pandilla integrada por seis chicas, protagonizan la narración. Ojeda se centra -y ahí la narración creo que flaquea- en los pormenores de la actividad en el centro, en la relación de Clara con otros profesores, y se aviva cuando vemos a las jóvenes llevando a cabo acciones con jóvenes del sexo opuesto (donde se manifiesta la buena mano de Ojeda para los diálogos, si bien ese estirar las palabras para registrar el habla juvenil me ha resultaaaado muuuy cargaaaante) en un edificio abandonado, que les permiten explorar sus límites, ya sea a través del sexo, la violencia, el dolor, como fuentes de autoconocimiento que las sitúan al borde del precipicio, no sólo físico, también mental.

Ojeda dice que “el miedo no es el qué, sino el cómo” y no es casual que en la novela estén presentes Poe (La narración de Arthur Gordon Pym), H. P. Lovecraft, Shelley (Frankenstein), Melville (Moby Dick), Stephen King… aquellos que hicieron y hacen muy buena literatura con el terror, pero aquí Ojeda creo que no tiene en mente tanto lo explícito, el horripilarnos a mandíbula batiente, sino más bien hacer volar nuestra imaginación, ponernos en disposición de tener miedo al miedo: ese miedo hacia lo desconocido, hacia lo inenarrable, hacia lo indecible, hacia lo innombrable, el miedo a uno mismo, el miedo hacia una pulsión sexual desconocida, inconfesa, el miedo a dejar salir de nosotros al monstruo latente que espera su oportunidad y convertir por ejemplo a Clara en artífice de un secuestro que transformará al secuestrado en marioneta, amasijo de carne inerme, víctima del secuestrador y de sus propios olores, secreciones, humores, temores; fijar en nuestra mente, como hacen las Creepypastas imágenes gusano, aquí hechas de palabras, que quedarán rondando en nuestras cabezas una vez acabada la novela, algo así como un pensamiento urticante, que se alimenta y escuece en nuestro interior a medida que regresamos, queramos o no, a él.

Candaya. 2018. 288 páginas.

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Escritoras latinoamericanas

Por estos devaneos literarios míos -aunque unas novelas las haya disfrutado más que otras- he descubierto a lo largo de los meses, y de los años, el talento de muchas escritoras latinoamericanas nacidas entre 1970 y 1988, como las que siguen:

Matate amor de Ariana Harwicz (Buenos aires, 1977)
Distancia de rescate de Samanta Schweblin (Buenos aires, 1978)
Seres queridos de Vera Giaconi (Montevideo, 1974)
Nefando de Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988)
Temporada de huracanes de Fernanda Melchor (Veracruz, 1982)
La condición animal de Valeria Correa Fiz (Rosario, 1971)
Fruta podrida de Lina Meruane (Santiago de Chile, 1970)
Wakolda de Lucía Puenzo (Buenos Aires, 1976)
La visita de Mariana Graciano (Rosario, 1982)
El matrimonio de los peces rojos de Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973)
Valeria Luiselli (La historia de mis dientes, Los ingrávidos, Papeles falsos) (Ciudad de México, 1983)
El pájaro de hueso de María Carman (Buenos Aires, 1971)
Conjunto vacío de Verónica Gerber (Ciudad de México, 1981)
La dimensión desconocida de Nona Fernández (Santiago de Chile, 1971)
La abuela civil española de Andrea Stefanoni (Buenos Aires, 1976)
La ciudad invencible de Fernanda Trías (Montevideo, 1976)
La mucama de Omicunlé de Rita Indiana (Santo Domingo, 1977)
Los niños de Carolina Sanín (Bogotá, 1973)
Las constelaciones oscuras de Pola Oloixarac (Buenos Aires, 1977)
La perra de Pilar Quintana (Cali,1972)

A otras muchas como Cynthia Rimsky, María Moreno, Margarita García Robayo, Alia Trabucco Zerán, Paula Ilabaca, Mariana Enríquez, Paulina Flores, Laia Jufresa, Gabriela Wiener, Selva Amada, Liliana Colanzi, espero poder leerlas próximamente. Una lista, que por otra parte, no dudo que no dejará de crecer.

www.devaneos.com

No aceptes caramelos de extraños (Andrea Jeftanovic)

Andrea Jeftanovic (Santiago de Chile, 1970) plantea en estos once relatos incómodos, situaciones límite que buscan remover (y en mi caso consiguen) al lector, a través por ejemplo de la relación incestuosa mantenida entre un padre y una hija, bajo el curioso título de Árbol genealógico, donde la incitadora en esta ocasión es la hija que da la vuelta a la moral imperante como una media de seda o de esparto, creando entre ellos un mundo o paraíso al margen de todo y de todos.

En Marejadas, una llamada nocturna alertará a una madre del accidente de su hijo, lo cual da pie para que sus padres separados se reencuentren, se fundan, se renueven y arrostren la pérdida filial, siempre imposible de remediar, siempre indeseada: más abismo que horizonte, más devenir que porvenir.

En Primogénito la llegada de un bebé a una familia impele a la hermana mayor, que es una niña pequeña, a tomarla con la recién nacida llegada y hostigada y la niña (o demonio) se ensaña y se desquita con ella, borrándola del mapa, a fin de que no la saquen del tablero de juego, ante una convivencia que se piensa imposible.

En Medio cuerpo afuera navegando por las ventanas una pareja en la cincuentena trata de renovar o avivar su amor, sin saber bien qué hacer con el sexo, con su pasión extinta, con su deseo orillado o fijo-discontinuo, rescoldo avivado con el lanzazo de la infidelidad, dándole una oportunidad a una realidad virtual y pixelada, que les brinda un deseo renovado, otra piel más brillante, otro cuerpo que es el mismo y distinto, un anonimato –que no es tal- que muda lo trillado en esperanza.

En La necesidad de ser hijo (relato que ya había leído dentro de la recopilación titulada Mi madre es un pez), la autora reflexiona sobre los hijos ninguneados, marginados, ante las ínfulas revolucionarias de sus padres, crecidos estos a la buena de Dios, mientras sus progenitores trataban de cambiar el mundo, anteponiendo sus ideales políticos o su egoísmo o su irresponsabilidad, a la crianza de los hijos, los cuales llegados el momento, reivindican su necesidad de ser hijos antes de ser padres, pues hay ahí una falla, un vacío, un error proclive a repetirse.

La desazón de ser anónimos, cifra la incomunicación en la que nos movemos, la impersonalidad, ese vacío que sustituye al aliento vital, y la necesidad de nombrar las cosas, para dotarlas así de identidad, de cuerpo y sustancia, de dar un nombre al otro, para que deje de ser un fantasma, un eco, una sombra, un cuerpo ocupado, impersonal e innominado.

En la playa, los niños, lo que podría ser un día de fiesta y alegría se malogra con algo tan habitual como el ahogamiento, en este caso de un niño, y el remordimiento de una madre que no estuvo atenta y el mar, siempre vomitando cuerpos con ojos de agua.

Mañana saldremos en los titulares, uno de mis relatos favoritos, con un triangulo sexual donde un hombre se aviene con dos mujeres y luego entre ellas, con un aliento homicida que aviva la narración.

No aceptes caramelos de extraños aborda el tema de las desapariciones de niños. Aquí una niña de once años que nunca regresó del colegio. Un dolor infinito el de su madre, compartido, por todos aquellos que han vivido y viven situaciones análogas.

En Miopía, hay celos entre hermanas y abusos paternos -hacia una niña miope que a los doce años ya descubre que los labios de un hombre son más ásperos- e indiferencia materna.

En resumen, lo que aquí ofrece Andrea Jeftanovic con una prosa descarnada y depurada, sin hacer concesión alguna a lo sentimentaloide, puede llegarnos a saturar (como me pasó cuando vi Biutiful), o incluso a estrangularnos con este rosario de cuentas infelices, pues parece que no hay auxilio, ni amparo que valga ante tanto dolor y tanta tristeza y tanta pérdida, para estos humanos que pueblan los relatos, cuyo sino es fatal y trágico y quizás la única puerta a la esperanza es la que se ofrece en el último relato, en Hasta que se apaguen las estrellas, donde la muerte hace su trabajo cuando toca, no antes, aunque medien la enfermedad, los hospitales, los medicamentos, las pruebas y aunque ese estar en las últimas parezca el cuento de nunca acabar; un irse, natural, al aire libre, acompasado con el apagarse de las estrellas.

Editorial Comba. 2015. 172 páginas.

Estos últimos meses y años por estos devaneos literarios míos -aunque unas novelas las haya disfrutado más que otras- he descubierto el talento de muchas escritoras latinoamericanas, como las que siguen:

Matate amor de Ariana Harwicz (Buenos aires, 1977)
Distancia de rescate de Samanta Schweblin (Buenos aires, 1978)
Seres queridos de Vera Giaconi (Montevideo, 1974)
Nefando de Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988)
Temporada de huracanes de Fernanda Melchor (Veracruz, 1982)
La condición animal de Valeria Correa Fiz (Rosario, 1971)
Fruta podrida de Lina Meruane (Santiago de Chile, 1970)
Wakolda de Lucía Puenzo (Buenos Aires, 1976)
El matrimonio de los peces rojos de Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973)
Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1983)
Conjunto vacío de Verónica Gerber (Ciudad de México, 1981)
La dimensión desconocida de Nona Fernández (Santiago de Chile, 1971)
La ciudad invencible de Fernanda Trías (Montevideo, 1976)

A otras muchas como Cynthia Rimsky, Rita Indiana, María Moreno, Margarita García Robayo, Alia Trabucco Zerán, Paula Ilabaca, Mariana Enríquez, Paulina Flores, Laia Jufresa, Lilianza Colanzi, Pola Oloixarac, espero poder leerlas próximamente.

nefando

Nefando (Mónica Ojeda)

Pero también en el dolor se esconde
placer, si no lo tratas como a un enemigo

Carlos Alcorta (Ahora es la noche)

Nefando: Que resulta abominable por ir contra la moral y la ética.

La ecuatoriana Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) va a derechas desde el título. No hay que llevarse pues a engaño. Lo que el texto ofrece es toda clase de vilezas y abyecciones, las de unas mentes monstruosas o simplemente las de una humanidad abyecta. Como cebo, Nefando, un videojuego que opera como Macguffin que está ahí y actúa como aglutinante de las opiniones (de usuarios o del creador del juego) que se vierten sobre dicho juego, que sería clausurado por las autoridades al ofrecer contenidos que violaban las leyes y superaban los límites de la moral, o eso parece, porque la autora sagazmente va construyendo su historia a retazos, a cachitos, con una prosa poética poco habitual, donde lo porno y lo gráfico de la narración se alimenta de microensayos que tocan las similitudes entre el BDSM y la religión católica en su vis más gore o sangrante, el artista y la propiedad intelectual, el rol de la víctima de abusos sexuales, las novelas porno y de ciencia ficción, cuestiones metaliterarias, o todo aquello que tiene que ver con la deep web (el interesante libro de Ivan Mourin, Un paseo por el lado más oscuro de internet, descendiendo hasta el infierno, nos acerca a lo que hay por debajo del internet normalizado e indexado que manejamos habitualmente).

Lo interesante de la novela, además de lo extraño y morboso de la propuesta es lo bien que Ojeda maneja la expectativa del lector ante lo que leemos, ante la página como abismo, o esa sensación de incertidumbre, de amenaza ante lo desconocido, ante la presencia de esa caja negra emocional que en el caso de abrirse sería como una caja de Pandora, que me recuerda a la casa de la novela de Stig, A través de la noche o el concepto del arte que manejaba Montes en Intento de escapada de Miguel Ángel Hernández: la literatura entendida no como un pasatiempo, ni siquiera como una radiografía (colonoscopia en todo caso) o representación de la realidad macilenta, sino más bien como sal en la herida, como alfilerazos en las pupilas, como puños en la garganta. Algo así.

Editorial Candaya. 2017. 208 páginas