En los años de mocedad, allá por 2002 y 2003, hice la Valvanerada. Como el nombre ya indica hay algo de exageración en aquella caminata que consistía en recorrer 61 kilómetros andando entre Logroño y el Monasterio de Valvanera. Más de mil personas lográbamos pasar la línea de meta. Al contrario que en otras rutas que son por el monte, como la marcha de Hoyos de Iregua, o por los Montes de Tobía, la Valvanerada va por asfalto, salvo el tramo que media entre Logroño y Navarrete que sigue el curso del Camino de Santiago.
La ruta comenzaba a las ocho de la tarde en Logroño y finalizaba unas trece horas después (quien lo hacía corriendo tardaba bastante menos), cuando ya había amanecido. Había tramos infernales como la recta de Baños del Río Tobía. Al frente, durante casi dos horas, un edificio iluminado, de una fábrica de embutidos. Una vez en Anguiano aún restaban quince kilómetros de ascension. Lo bueno eran los avituallamientos, algunos con chocolate caliente y bizcochos.
Hoy hice ese mismo camino pero en coche. Más cómodo, claro. En un día propio del invierno, ventoso, lluvioso, y a ratos nevando. Unos de esos días en los que apetece meterse entre pecho y espalda un buen cocido o un plato de cuchara; unas alubias de Anguiano, por ejemplo, secundadas con una carrillera y un buen arroz con leche. Y finalmente regado todo ello con el inmejorable digestivo que es el licor de Valvanera. Además, la comida estuvo amenizada con La Traviata de Verdi. ¿Se puede pedir más?
Visitamos el Monasterio. Vimos la Virgen con el niño en brazos y este con el libro, y sus pies estrábicos. Me chocó la imagen, por inaudita, de una máquina expendedora de velas. A la salida había un libro de notas en el que la gente registraba el consuelo que la virgen les ofrecía. Algunos solicitaban incluso la curación de enfermedades ajenas.